Durante los 11 días que Patricia Bautista batalló contra la Covid-19 en México, su hijo menor no cesó de preguntar: “¿Mi mamá está viva?”. La angustia terminó, pues ya puede abandonar el complejo militar reconvertido en hospital donde fue curada.
Había dejado con su esposo al niño de siete años llorando la noche en que la fiebre, la tos y el ahogo se hicieron intolerables y fue llevada al hospital. Desde entonces, el único contacto con el exterior fueron tres videollamadas con su hijo mayor.
“Pensé lo peor, me deprimí mucho los primeros días. Sí pensé que no iba a poder salir (con vida), pero mira, gracias a Dios estoy aquí”, dijo la mujer de 41 años con los ojos llorosos por la emoción de estar cada vez más cerca de su familia y lejos del coronavirus.
Junto a ella, otras pacientes con la mirada perdida o los ojos cerrados, anhelan un final feliz. A un costado, el diagnóstico en una hoja de papel es el mismo: “neumonía atípica, probable Covid-19”.
“Ya estoy mejorando”, asegura Asela Hernández, de 56 años, quien cuenta los días para que le den el alta.
Patricia es una de dos centenares de personas recuperadas en este hospital de terapia intermedia, ubicado en un cuartel militar al oriente de Ciudad de México, que trata a pacientes que no estén en condiciones críticas.
El cuarto de los enfermos colinda con la antigua armería, última parada antes de lo que los médicos allí llaman el “otro mundo”, el del virus.
Una línea en el piso marca la aduana entre las partes “limpia” y “sucia”. Ahí se debe utilizar equipo de protección de pies a cabeza y cualquier error puede salir caro.
En el área Covid, donde antes dormían los militares y ahora es el sitio donde Patricia aguarda su salida, el tiempo no importa. Médicos y enfermeras no pueden usar reloj y se enteran de lo que ocurre afuera porque alguien toca la puerta, o los llaman a cualquiera de los dos celulares dispuestos para emergencias.