“Todos llevamos un poco de Simitrio dentro de nosotros”. En pleno 2016, no tengo idea a qué se refería Don Cipriano con esa expresión.
En estos días en que varios medios satanizan la figura magisterial como resultado de los conflictos entre el gobierno y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), mi mente confundida recuerda con cariño uno de los grandes “placeres culposos” del cine nacional: Simitrio, cinta de 1960, dirigida por Emilio Gómez Muriel y protagonizada por José Elías Moreno.
Simitrio cuenta la historia de Cipriano, un anciano maestro de primaria de un pueblito bien lindo del México profundo. Tras decenas de años de arduo servicio, el profesor ha perdido la vista. Don Cipriano, ultrasensible, ha suplido la ceguera con una memoria espacial que incluso el mismo Daredevil envidiaría, lo que le da la confian.za necesaria para fingir que ve perfectamente. No engaña a nadie: todos en el pueblo saben que está ciego, lo que lo convierte en blanco de chistes provenientes de uno que otro elemento ojete de la comunidad. En pleno comienzo del año escolar, llegan los padres de un nuevo alumno a avisar que siempre no, que su hijo Simitrio no va a entrar al colegio porque se tienen que marchar de emergencia a la capital, por lo que le encargan a los chavos que informen de esto al maestro, pues el nombre de su vástago quedó registrado en las listas y no hubo tiempo de borrarlo. Los niños, ojetes, no sólo no informan nada, sino que cada vez que hacen una travesura le dicen al maestro que fue Simitrio.
¿Quién me tiró un gis? Fue Simitrio, profesor. ¿Quién desatornilló mi silla? Simitrio, profe. ¿Quién le amarró un hilo al bistec de mi taco, y lo jalaba cada vez que intentaba darle una mordida? Pos Simitrio, maestro. Conforme las bromas se tornan más pesadas, los alumnos aprenden a fingir la voz para crearle una personalidad a Simitrio; y es que para Cipriano, cada niño luce, literalmente, como una manchota con patas.
Lejos de odiarlo, Don Cipriano justifica a Simitrio. “Sus diabluras deben ser gritos de ayuda”, reflexiona mientras escucha a los pájaros trinar en un jardincito del pueblo. En escapes oníricos, lo imagina como político triunfador y orgullo de México. La mentira llega a su fin cuando anuncian el arribo inminente de una inspectora de la SEP para evaluar la escuela. Los alumnos, temerosos de que los descubran, planifican la muerte de Simitrio en un viaje escolar a un lago. Mientras el maestro descansa, gritan que Simitrio se ha ahogado. Don Cipriano corre como puede y, desesperado, intenta rescatar a un niño que no existe. Ese día, el profe sueña con Simitrio y se imagina que éste le toca los ojos y ¡le devuelve la vista!
El final es glorioso. La inspectora se da cuenta que Don Cipriano está ciego, pero en lugar de molestarse, decide darle la medalla al mérito (¡la naciona!, grita la inspectora, en caso de que algún despistado creyera que la medallita era de mero alcance estatal). Agobiados por la culpa, los alumnos confiesan que Simitrio nunca existió. No importa, dice Don Cipriano al borde de las lágrimas. Al final del día, reflexiona, “todos llevamos un poco de Simitrio dentro de nosotros”. En pleno 2016, no tengo idea a qué se refería Don Cipriano con eso. Estoy seguro que los de la CNTE tampoco.
@mauroforever