@elsalonrojo
Roma, el octavo largometraje del mexicano Alfonso Cuarón, es una magnífica máquina del tiempo. La ventana se abre y lentamente comienza el viaje mediante la delicada exploración de una casa en la colonia Roma de los años 70 para después, tímidamente, pasear por las calles cercanas y finalmente desbocarse para llevarnos a San Cosme, el Centro, la avenida de los Insurgentes y en general mostrar una Ciudad de México pulsante y viva, testigo mudo, pero nunca amnésico, del devenir nacional.
Basado en recuerdos y anécdotas de la propia infancia de Cuarón, el también responsable del guión, edición y fotografía nos presenta a una familia de clase media cuyo centro es Cleo, la nana-sirvienta de origen mixteco (extraordinaria debutante Yalitza Aparicio) cuya historia y circunstancia sirve como pretexto para exponer a México en sus más dolorosas contradicciones: los movimientos estudiantiles, la pobreza de las zonas conurbadas, la aplastante y empobrecedora maquinaria del partido único y, por supuesto, la brutalidad represora de los gobiernos priistas de antaño.
Roma es una catedral dedicada a la obsesión. El trabajo compulsivamente detallado de Eugenio Caballero junto a la fotografía a base de travellings laterales, paneos y planos secuencia a cargo del propio Cuarón (bajo la supervisión de Galo Olivares, el magnífico fotógrafo de El Vigilante, 2016) entregan una experiencia sensorial e inmersiva que prescinde del gran artificio técnico: Cuarón ya no necesita de IMAX y 3D para provocar la inmersión de toda la audiencia.
Pero el objetivo de esta magnífica máquina del tiempo no es provocar vil nostalgia. A Cuarón lo que le importa es narrar a la Ciudad, encontrando en el pasado las claves que proyectan presente y futuro usando como centro al eslabón más castigado de la sociedad mexicana: sus mujeres.
De Fellini a Tarkovsky, de Ozu a Buñuel, de Bergman a Dreyer, de Cazals a Reygadas, Roma claramente abreva de lo mejor en la historia del cine mundial sin que esto deje de ser la película más personal de su director. Con un armado sutil, pero que encierra una complejidad técnica apabullante y una veta humanista irrenunciable, Alfonso Cuarón logra hacerse de una opus magna imponente y emotiva. Roma es, en definitiva, la mejor película de su ya de por sí brillante carrera.