“La única cura para el cine es más cine”. La cita es de Martin Scorsese, pero por supuesto aplica a Quentin Tarantino. Once Upon a Time in Hollywood, la novena entrega del cineasta, es una extraordinaria sobredosis de cine y definitivamente una de sus mejores películas.
El tema recurrente en cualquiera de los anteriores largometrajes de Tarantino es siempre uno y sólo uno: el cine mismo; por ello, emociona que para su penúltima (?) cinta hable específicamente de lo que más sabe: películas, actores, directores, programas de tv. Todo el imaginario de Tarantino en una sola cinta.
El año es 1969. Rick Dalton (DiCaprio, extraordinario) es un actor en decadencia, otrora estrella de cine y televisión, ahora se conforma con hacer cameos en series, casi siempre como el villano. Le acompaña su doble de acción y mejor amigo, Cliff Booth (Pitt, ídem), quien se desempeña más como un criado de lujo para Dalton. No importa, la amistad de ambos parece infranqueable.
Once Upon a Time in Hollywood es para Tarantino lo que en su momento fue La nuit américaine para Truffaut. Tenemos a dos cineastas consagrados explorando los entretelones del oficio, rompiendo mitos y usando una narrativa episódica (en el caso de Truffaut con montajes). Esta decisión de estilo puede molestar a algunos espectadores, pero obedece al objetivo del director: mostrar el lado A y B de Hollywood.
El lado B son todas las estrellas perdidas en el olvido (como Dalton), luchando por la siguiente chamba, aburridos entre tomas (el arrogante Bruce Lee) cometiendo el error de dudar de su propio mito (“You’re Rick fucking Dalton, don’t you forget it”) y aterrados ante la juventud que acecha (aquella niña actriz de método). El lado A es el olimpo de los actores y directores que han alcanzado la gloria y la memoria colectiva. Es Sharon Tate (una etérea Margot Robbie) entrando al cine para ver su propia película, es Polanski en una fiesta de Playboy.
Tarantino juega de nuevo con la historia (¿qué caso tiene hacer cine si no te permites jugar con la realidad?) y llega al punto ineludible donde aquellas dos realidades colisionaron: los asesinatos de la Familia Manson.
Tarantino no duda (como no dudó en Inglorious basterds y en Django unchained) en cambiar la historia. No duda en tratar con saña a los asesinos de Sharon Tate, así como no dudó en matar con violencia a Hitler. Por ello le han llovido las críticas usuales, pero sólo hace falta ver más allá del juego lúdico para comprender el objetivo superior de Tarantino: recordar con nostalgia un Hollywood (y un mundo) que aún no perdía la inocencia.