Al inicio de Disobedience, sexta cinta del chileno Sebastián Lelio y primero hecho en Estados Unidos, un rabino explica que Dios creó al hombre y a la mujer con capacidad de libre albedrío, es decir, de desobedecer. Aquel rabino ortodoxo es el padre de Ronit (Rachel Weisz) fotógrafa que vive en Nueva York que al enterarse de la muerte de su progenitor, se ve forzada a regresar al lugar del que salió huyendo: el norte de Londres. El recibimiento por parte de familiares, amigos y conocidos no podía ser más frío. “No te esperábamos por aquí” le espeta Dovid (Alessandro Nivola), viejo amigo de la infancia, quien era uno de los discípulos favoritos de su padre. Peor aún, en los periódicos locales se reporta la muerte del rabino, “pilar de la comunidad al que no le sobreviven hijos”. La atmósfera que construye Lelio no podría ser más asfixiante: pasillos estrechos, ausencia de colores, música, diálogos y emociones. Ronit encuentra con su vieja amiga Esti (Rachel McAdams), quien sorpresivamente ya está casada con Dovid. Basada en la novela homónima de Naomi Alderman, y con guion de Rebecca Lenkiewicz y el propio Lelio, la historia se toma su tiempo para explicar porqué Ronit huyó de Londres, por qué su padre no le dejó ni un quinto de herencia y por qué la reunión con su vieja amiga le perturba tanto. Sólo hace falta ver el póster de la cinta para entender el gran acto de desobediencia que estas dos amigas cometieron en el pasado. Con esta cinta, Sebastián Lelio termina una especie de trilogía fílmica que habla sobre el mundo femenino en lucha contra el patriarcado: en Gloria (2013) exploraba la vida sexual de la mujer en la tercera edad, en Una Mujer Fantástica (2017) denunciaba el derecho de los transgénero a tener la identidad elegida y aquí, en Desobediencia, el tema es la libertad de la mujer bajo el yugo religioso. A diferencia de aquellas dos cintas en las que el director mostraba un Santiago de Chile moderno y lleno de color (en contradicción a una sociedad profundamente conservadora que lo habita) con secuencias que incluso coqueteaban con el llamado “realismo mágico”, aquí se despoja de todo artilugio: no hay colores ni música ni emociones, es un mundo gris que además pasa lento (demasiado lento a mi parecer) en la progresión hacia el reencuentro amoroso de estas dos mujeres separadas por la sociedad religiosa en la que viven. McAdams y Weisz sacan avante el barco a pesar del estrecho margen de acción que les provee el director. Estamos con ellas en su dilema, en sus escapes, y dolorosamente también en su decisión final