Empecemos por lo que no es. Blade Runner 2049 no es mejor película que la versión original de 1982. Y no lo es porque esta nueva versión carece del beneficio del accidente, de la oportunidad de un presupuesto rebasado ni del culto creado a partir de una pieza en su momento inasible.
Lo que sí tiene Blade Runner 2049 es el incómodo apoyo de la mercadotecnia, lo cual se traduce en control. Y ese control se nota en la película. El mundo que traza el director Denis Villeneuve sigue siendo árido, pero no necesariamente oscuro. La lente maestra de Roger Deakins (¿qué necesita hacer este hombre para que le den un Oscar?) muestra un Los Angeles desolado, ahogado ya no en los negros sino en colores vivos pero artificiales, naranjas y grises en escenarios reales que insistentemente eluden (irónicamente) la magia de lo digital. Es una película hermosa, pero demasiado acotada.
Villeneuve sabe que es imposible superar al original y por ello se decide por lo más inteligente: tomar distancia. Treinta años de distancia para ser exactos. Blade Runner 2049 se siente parte del universo creado por Ridley Scott, aunque sabe desmarcarse lo suficiente como para sobrevivir como pieza autónoma.
El mayor triunfo de Villeneuve es saber emular el ritmo así como la atmósfera de desazón y melancolía de la primera sin convertirse en copia vil. En el centro sigue presente la angustia existencialista, los replicantes (los robots humanoides creados originalmente como asistentes ahora vueltos rebeldes) siguen aferrados a sus recuerdos así sean falsos, así sean sueños, así quepan en un USB. La cinta, a pesar de los colores, es cine noir, es un western (ecos a No Country For Old Men) y es Pinocho. Los replicantes se aferran a una causa (“no hay nada más humano que morir por una causa”) en su búsqueda por dar sentido al artificio de su existencia. ¿Qué sueñan los androides? Sueñan con ser humanos.
El agente K, tras la pista de un misterio que cambiará el mundo entero, se confronta inevitablemente con Deckard (Harrison Ford), mientras nosotros, lentamente, nos dejamos seducir por la imagen, las ideas y el ritmo casi contemplativo de esta cinta que —raro en un blockbuster— se permite largos silencios que se regodean en la imagen. Carece, por supuesto, de la poesía improvisada, de la suciedad perenne, de la música de Vangelis, pero mantiene el espíritu y mantiene las dudas y una sola certidumbre: estamos frente a una gran película.
“Did you miss me?”
@elsalonrojo