Si revisamos desde su origen el asunto del maíz transgénico y su prohibición hasta hoy, podemos afirmar que los funcionarios del gobierno involucrados en el tema carecían de claridad sobre los resultados de sus decisiones.
Todo inició con el decreto de 2020 que establecía la prohibición del maíz transgénico y el glifosato para el 2024, lo que sin duda provocaría protestas por parte de los socios del T-MEC, Estados Unidos y Canadá, así como del empresariado mexicano. Esto se cumplió, obligando al gobierno de México a modificarlo y publicar otro decreto en febrero de este año. Este decreto amplía la prohibición para el consumo humano hasta 2025 y permite la importación de maíz transgénico para uso pecuario e industrial, lo cual parece contradictorio ya que, en última instancia, es consumido por las personas.
Las autoridades creyeron que con este cambio se resolvería el problema, lo cual demuestra falta de capacidad para analizar adecuadamente la situación, pues se están mezclando cuestiones ideológicas con razones de salud y, sobre todo, aspectos comerciales.
Estados Unidos, a través de su representante comercial, la Sra. Katherine Tai, anunció el mes pasado que su país recurrirá a un panel para impugnar la prohibición de este tipo de cultivo en México. Días después Canadá, a través de las ministras de Agricultura y de Comercio Internacional, las Sras. Marie-Claude Bibeau y Mary Ng, respectivamente, emitieron una declaración en la que comparten la preocupación de Estados Unidos de que las medidas de México no están respaldadas científicamente. Aunque la prohibición no afectaría mucho a Canadá, somos uno de sus principales mercados para el aceite de canola, que en su mayoría se produce a partir de semillas transgénicas.
El Presidente, hablando sobre el tema en una conferencia matutina del mes pasado, expresó: “Nuestra propuesta será formar un grupo de investigadores para determinar científicamente si se trata de maíz transgénico y si causa o no daño a la salud”. Esperemos que se acepte su propuesta, aunque nuestros socios seguramente solicitarán primero las pruebas científicas que tiene México y respalden la decisión tomada.
Con base en lo informado durante años en los medios, parece que hasta ahora no hay evidencias científicas concluyentes de daño a la salud en personas de todo el mundo que consumen semillas o productos transgénicos.
El asunto radica, en gran medida, en cuestiones comerciales y de negocios; tan es así que países europeos, como Alemania y Francia, han promulgado disposiciones para prohibir o limitar la entrada de estos alimentos, no por razones de salud, sino por temas relacionados con la soberanía alimentaria. Permitir la siembra de esas semillas conlleva una creciente dependencia de las empresas productoras, siendo la más conocida Monsanto, ahora adquirida por la alemana Bayer. Los agricultores que usan tales semillas terminan, en gran medida, bajo el control de éstas.
Sin duda, todos preferiríamos consumir alimentos no transgénicos, pero es prácticamente imposible, por ello vemos el aumento de este tipo de productos en el mercado. Por lo tanto, el debate debería centrarse más en estos aspectos. Consideremos tan solo el caso de la importación de maíz transgénico por parte de México, que les representa más de 3,000 millones de dólares a los agricultores estadounidenses, quienes se verían afectados y, en un clima preelectoral en ese país, van a presionar con todo.
Esperemos que las autoridades puedan incluir en la discusión estos temas comerciales y, sobre todo, la cuestión de la dependencia tecnológica que implica el uso de productos transgénicos. Podrían tomar como referencia lo que están haciendo otros países que lo han abordado con éxito, porque basarse únicamente en la afectación de la salud no es científicamente concluyente y quizás una derrota en el panel.