El plan de Ricardo Anaya para convertirse en candidato presidencial, comenzó el día que ganó la elección para ser dirigente del partido, el 17 de agosto de 2015.
Esa misma noche, se reunió con sus incondicionales para dar las dos primeras instrucciones con la mira puesta ya, en 2018. A Marko Cortés le ordenó alistarse para ser el coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. Rompía así, el compromiso de darle ese cargo a Gustavo Madero, quien dos años antes había sido su principal promotor, llevándolo a dirigir la bancada panista y como presidente de la Cámara de Diputados.
Y a Damián Zepeda, su segundo de a bordo, Anaya le encomendó la tarea de convocar a una asamblea para modificar los estatutos del partido. Como pretexto para celebrar la XVIII Asamblea Nacional Extraordinaria —que se concretó tan sólo tres meses después de su ascenso, en noviembre de 2015—, se argumentó la creación de una comisión interna anticorrupción y establecer la paridad de género en la asignación de candidaturas.
Sin embargo, Anaya, reconocido por amigos y enemigos por la frialdad de sus cálculos políticos, tenía un as bajo la manga. Una modificación que transitó sin que nadie reparara en las repercusiones futuras y que, dos años después, le permitió consolidar su candidatura a la presidencia.
Su estrategia, la construcción de crisis y el desgaste. Su método, llevar hasta el extremo la tensión, para luego presentarse como la oportunidad de solución. Así fue desde sus inicios como operador político en Querétaro y hasta la fecha: los cargos y las personas son desechables, lo importante son los peldaños para escalar y llegar a su meta.
Yo formo parte de una nueva generación que queremos hacer las cosas diferente, que queremos demostrarle a la gente que se puede hacer política de la buena, que se puede ser una persona honesta y transparente”. Ricardo Anaya, 3 de octubre de 2014.
Un cambio que parecía menor
Era 2014, Ricardo Anaya era presidente interino de Acción Nacional, entonces manejaba un discurso que hacía imposible conocer su estrategia personal rumbo a las elecciones de 2018. El 3 de octubre de ese año, en una entrevista con la periodista Adela Micha, aseguraba que los estatutos le daban posibilidades al partido de evitar abusos de poder.
Hay un artículo en los estatutos, Adela, que además es un artículo muy reciente, que aprobamos en una asamblea nacional, donde se estableció una nueva disposición que el PAN no tenía. Para evitar que los dirigentes fueran juez y parte, que era algo que nos venía sucediendo, se dijo de ahora en adelante, quien quiera ser candidato, si es presidente o secretario del partido, se tiene que separar del cargo. ¿Cuándo? Cuando inicia el proceso electoral”.
› Es decir, un año antes de que Anaya fuera electo como líder de Acción Nacional, el político queretano decía que apreciaba la utilidad de un candado legal para que los dirigentes no jugaran en dos pistas: la de líder nacional y la de aspirante a un cargo de elección popular. Pero tan sólo diez meses después, al asumir el poder en el partido, fue lo primero que cambió.
Antes de la XVIII Asamblea Nacional Extraordinaria del PAN, al artículo 83 de los estatutos decía que “los presidentes, secretarios generales, tesoreros y secretarios del Comité Ejecutivo Nacional que decidan contender como candidatos del partido a cargos de elección popular durante el periodo para el cual fueron electos como dirigentes, deberán renunciar o pedir licencia, antes del inicio legal del proceso electoral correspondiente”.
Si dicho artículo no hubiera sido tocado, Anaya habría tenido que separarse del cargo el 8 de septiembre pasado, cuando el Instituto Nacional Electoral (INE) dio por iniciado el proceso electoral 2017-2018.
De haber sido así, el Joven Maravilla no habría tenido oportunidad de mantener las riendas del partido y, simultáneamente, tejer el Frente Ciudadano por México, construir el convenio de coalición ni habría tenido el control de las negociaciones para desplazar a los adversarios que le disputaban la candidatura. De paso, tampoco se habría mantenido en el escaparate público, a través de diferentes spots financiados por el PAN.
El 22 de noviembre de 2015, tras aquella reunión extraordinaria panista, el artículo 58 de los estatutos reformados establece: “los presidentes, secretarios generales, tesoreros y secretarios del Comité Ejecutivo Nacional que decidan contender como candidatos del partido a cargos de elección popular durante el periodo para el cual fueron electos como dirigentes, deberán renunciar o pedir licencia, al menos un día antes de la solicitud de registro como precandidato en los tiempos que señale la convocatoria interna correspondiente”.
abogado queretano. Licenciatura en Derecho en la Universidad Autónoma de Querétaro. Maestría en Derecho Fiscal en la Universidad del Valle de México. Doctorado en Ciencias Políticas y Sociales en la UNAM.
Anaya, pues, se aseguró de construir el marco jurídico para que pudiera permanecer al frente del partido hasta que estuviera amarrada su nominación. Los tres meses que ganó con la reforma a los estatutos, fueron los mismos que le sirvieron para hacer crecer su imagen, presentar el registro del Frente Ciudadano por México (integrado por PAN, PRD y Movimiento Ciudadano), propiciar la renuncia de Margarita Zavala al partido, el descarte de Miguel Ángel Mancera como aspirante alegando falta de método democrático para la selección de candidatos y la neutralización de Rafael Moreno Valle como oponente.
El maestro y el alumno
La lección sobre lo funcional que es ser presidente del partido y, al mismo tiempo, aspirante a candidato, la aprendió Ricardo Anaya de Francisco Garrido Patrón, su mentor político, con quien comenzó a trabajar en 1997. En el año 2000, al terminar su gestión como presidente municipal de Querétaro, Garrido se convirtió en dirigente estatal del albiazul y desde esa posición construyó su candidatura hacia la gubernatura del estado, plan que se concretó en 2003. El orquestador de la maniobra política y el coordinador de la campaña fue Anaya, quien para entonces tenía 24 años, pero rápidamente aprendía a moverse al filo de lo ético.
Garrido fue un gobernador ausente, pues dada su proclividad a la vida social, los viajes y a los constantes retiros para leer, escribir y pintar, solía delegar la operación diaria del gobierno en Alfredo Botello Montes, su secretario de Gobierno, y en Ricardo Anaya, su secretario particular.
La irrupción de Garrido en la política queretana y, por tanto, el vertiginoso ascenso de Anaya, se deben a un mero accidente. En 1996, cuando el PAN era inexistente y se preparaban las elecciones para renovar gobernador y alcaldías, Garrido no contaba con el requisito de tener tres años de residencia en la entidad. Pero, en un acto de cortesía política, Jesús Chucho Rodríguez, entonces dirigente estatal del PRI, gestionó para que se le condonara el requisito y Garrido lograra registrarse.
El PRI subestimó al rival, pensó que, por ser debutantes, los panistas sufrirán incluso para mantener el registro y prácticamente no hicieron campaña. Con lo que no contaba el PRI es que la inconformidad de la sociedad queratana, por la crisis económica de 1994-1995 se combinó con el carisma de Garrido y dio como resultado el triunfo al PAN en 1997. Se acababa la hegemonía tricolor, florecía Garrido y nacía la estrella de Anaya.
Fue justo en 1996, siendo un estudiante de primer semestre de la licenciatura en Derecho, que se registra la primera traición de Anaya.
Ese año, Anaya ingresó a las filas del PRI apoyado por el también presidente municipal Chucho Rodríguez. Pero en 1997, el tricolor pierde la gubernatura ante el panista Ignacio Loyola, la capital ante Francisco Garrido, y Rodríguez fracasa en su intento por lograr una diputación federal. Una debacle para el Revolucionario Institucional. Rodríguez llamó a Anaya para comenzar a reconstruir el partido, pero el muchacho ya no estaba disponible, había ido a pedirle trabajo a Garrido, a quien sedujo y del que logró obtener el cargo de líder del PAN municipal.
28 meses permaneció Ricardo Anaya al frente de Acción Nacional tras su triunfo en agosto de 2015.
Diez años después, en 2007, Anaya ya era el hombre fuerte en Querétaro. Faltaban dos años para que concluyera la gestión de Garrido, cuando éste le encargó operar ante el Congreso estatal la desincorporación de reservas territoriales. El objetivo era vender tierras que la autoridad mantenía ociosas y, con ello, fortalecer las finanzas públicas.
La bancada priista se opuso a la idea de Garrido y juraron votar en contra. Pero el joven Anaya es poco paciente y, con un “no los necesitamos”, se encargó de que la mayoría panista autorizara la enajenación de gigantescos predios. Uno de los aparentes beneficiarios de aquel remate de tierras fue Donino Martínez Diez, suegro de Anaya, propietario del predio que ahora es rentado por el Instituto Estatal Electoral.
Superada aquella prueba, Anaya fue nombrado en 2008 coordinador del Programa de Acción Comunitaria (PACo, en supuesta alusión al nombre del gobernador) y se le asignaron mil millones de pesos para el reparto de materiales para la construcción, todo en año preelectoral. De acuerdo con la prensa local, que nunca fue desmentida, de esos recursos no hubo rendición de cuentas y nunca se presentó un padrón de beneficiarios.
Para la sucesión de Garrido, en 2009, Anaya coordinó la campaña de Manuel González Valle, pero perdió las elecciones ante el priista José Calzada Rovirosa. El joven panista, sin embargo, logró hacerse de una diputación plurinominal al Congreso local, donde se convirtió en coordinador parlamentario.
“Como líder de los diputados locales del PAN, Anaya siempre tuvo por sistema apostarle a la crisis”, dijo a ejecentral un exlegislador que enfrentó la negativa de Anaya y su bancada a todas las iniciativas enviadas por el gobierno, sin importar que con ello se perdieran empleos, inversiones o se torpedearan instituciones.
Uno de los episodios más tensos fue en 2010, cuando el Congreso local se disponía a renovar a los consejeros del Instituto Estatal Electoral. Ante la inviabilidad de imponer a funcionarios afines al PAN, Anaya sacó a su bancada momentos antes de la votación y la trasladó a una cafetería aledaña, donde permanececieron hasta las 12 de la noche. El objetivo era reventar la sesión, en el entendido de que se alteraría el quórum necesario para las votaciones.
La votación finalmente se realizó con los diputados presentes en el recinto y se dio nombramiento oficial a los consejeros. Anaya, abogado famoso por su tozudez, no se quedó con los brazos cruzados y llevó el caso hasta la Suprema Corte de Justicia, cuyos ministros terminaron por declarar inviable la impugnación panista y validaron la actuación del Congreso.
200 días faltan para que se realicen los comicios del 1 de julio, cuando se elegirán presidente, diputados, senadores y nueve gobernadores.
“El estilo de Anaya es el desgaste y llevar el conflicto al extremo para después presentarse como la solución”, refiere otro exdiputado que coincidió con el panista por aquellos años. La parálisis legislativa en Querétaro llegó a tal nivel, que los propios integrantes de Acción Nacional se quejaron ante las dirigencias estatal y nacional. El salvavidas para Anaya lo lanzó el presidente Felipe Calderón, por recomendación de Margarita Zavala, quien lo sacó de Querétaro y lo hizo subsecretario de Planeación Turística, en 2011. El chamaco Anaya brincaba del ámbito local al federal.
Pero además de provocar una parálisis legislativa y de gobierno, Anaya se despidió de Querétaro dejando tres chambas prácticamente tiradas: la de diputado local, la de coordinador parlamentario y la dirigente estatal del PAN.
Fue gracias a las gestiones del propio Calderón y al apoyo del entonces gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, que Anaya fue considerado para una diputación plurinominal en las elecciones de 2012, una vez terminado el sexenio calderonista. Pero pronto se olvidó de quienes le tendieron la mano. En 2014, previo a las elecciones para renovar la dirigencia del PAN, Anaya dio la espalda a Calderón y, en lugar de apuntalar a Ernesto Cordero, aliado del expresidente, se alineó con el adversario, Gustavo Madero.
El Cerillo priista
Los colegios dirigidos por los Hermanos Maristas tienen la costumbre de actualizar mensualmente su cuadro de honor, en el que aparecen los alumnos con mejores promedios. Al finalizar el año, se contabilizan las menciones, y a quien tenga el número mayor se le otorga la medalla Champagnat, en memoria de Marcelino Champagnat, sacerdote francés y fundador de la orden.
Ricardo Anaya tiene el récord de haber conseguido esa medalla en cada año de su educación primaria, que cursó en el Instituto Queretano, así como en secundaria y preparatoria, en el Instituto Queretano San Javier. Fue en los patios de esa primaria donde nació el apodo de El Cerillo, pues Anaya, además de pelirrojo, siempre ha sido delgado y se ha peinado a rape.
[caption id="" align="alignright” width="789"] Acuerdos rotos. Anaya y Peña habían acordado una alianza de facto en Edomex, pero Anaya incumplió.[/caption]
Los compañeros que convivieron con él en la educación básica lo recuerdan como un chico sociable, pero extremadamente formal. Mientras sus compañeros lucían en ocasiones la playera desfajada y los zapatos raspados por jugar “cascarita”, Anaya siempre mantuvo el uniforme limpio y se expresaba con una propiedad inusual para un niño. Uno de sus mayores intereses, fue integrarse a la sociedad de alumnos, lo cual logró a través de sus amigos, que eran hijos de los más importantes empresarios queretanos.
A mí me llamaba la atención que cuando platicaba con alguien, Ricardo nunca se veía relajado; siempre daba la impresión de estar analizando a la persona, estudiando sus palabras, reflexionando sobre sus gestos”, relata una de sus amigas de primaria. “Nunca fue huraño ni grosero, pero sí marcaba distancia”.
Y esa obsesión por las menciones honoríficas también la demostró en la Universidad Autónoma de Querétaro, donde llegó a ser líder de las sociedades de alumnos. Compañeros de Anaya en la carrera de Derecho cuentan que nunca admitió un nueve y menos un ocho de calificación.
Ofrecía ensayos, lecturas adicionales, exámenes orales, lo que fuera con tal de llegar al 10. Más de un profesor se lo otorgó por su necedad, pero también por la fuerza de sus argumentaciones.
Anaya cuenta en público que, a la edad de 17 años, al ingresar a la educación superior, compró los documentos básicos del PRI, el PAN y el PRD para saber qué partido ofrecía mejores oportunidades a sus inquietudes políticas. Él dice que desde el principio se enamoró de las ideas de Manuel Gómez Morin, pero lo cierto es que el primer partido al que se afilió fue al PRI.
Transcurrían los primeros meses en la UAQ, en 1996, cuando Anaya consultó con su grupo de amigos cuál era la mejor ruta para hacer carrera política. El Partido Acción Nacional no figuraba por esos años en el estado, por lo que la única opción era el tricolor. Anaya fue militante del PRI durante siete u ocho meses, periodo durante el cual acudió a asambleas partidarias, aunque el registro formal nunca lo concluyó. Sin embargo, el sorpresivo triunfo del PAN en las elecciones de 1997 alteró la brújula de Anaya.
Desde que era universitario, Anaya mostraba destreza para buscar patrocinadores que le regalaran playeras, botanas, refrescos, plumas, folders y así ganar las elecciones estudiantiles. Y en los debates de alumnos solía ser implacable.
Después de Manlio, ya no hubo dudas
Ricardo Anaya prepara con extremo cuidado las gráficas, las citas y los recortes de periódicos que presenta en sus apariciones televisivas. Y ya que tiene listos los documentos, los repasa una y otra vez hasta aprendérselos de memoria. Durante sus intervenciones es una máquina de datos estadísticos, pero nada se deja a la improvisación.
Los días previos a los debates o las entrevistas de “alto riesgo”, Anaya practica sus respuestas y se entrena para esquivar ganchos al hígado. Sus colaboradores le lanzan preguntas incisivas, lo intimidan, tratan de acorralarlo. Y tras varios ensayos, el equipo determina cuáles son las mejores salidas discursivas.
Con Anaya, precandidato del frente opositor, nada es espontáneo. La decisión de portar siempre un saco negro o azul marino, siempre con camisa blanca o azul claro, de preferencia sin corbata, fue producto de una larga deliberación entre sus asesores. Ese atuendo, le dijeron, proyecta formalidad, pero con frescura; determinación, pero con jovialidad; autoridad, pero con empatía. Desde entonces esa es su marca.
Pero aquella tarde-noche del 6 de junio de 2016, el arma más poderosa del dirigente panista fue su sonrisa socarrona, esa que sacó de balance al mismísimo Manlio Fabio Beltrones, con quien años antes, cuando ambos eran coordinadores de sus partidos en la Cámara de Diputados, jalaba para todos lados.
En el debate televisivo posterior a las elecciones de 2016, el entonces líder nacional del PRI se exasperó, tartamudeó y hasta recurrió a los insultos en un intento por zafarse de las ironías del panista, que todo el tiempo lo tuvo contra las cuerdas.
El momento psicológico estaba con Anaya, pues acudió a aquel debate con la hazaña de haber ganado siete de 12 gubernaturas, cuatro de las cuales no conocían a un partido distinto al PRI: Veracruz, Tamaulipas, Durango y Quintana Roo.
Nunca en su historia, Acción Nacional había ganado más de tres gubernaturas en una sola jornada. Y Anaya portaba con orgullo esa medalla.
Anaya llegó envalentonado al encuentro, acusó al PRI de corrupto, de tener ligas con el narcotráfico, sustentar acusaciones ministeriales con pruebas falsas, de haber frenado reformas cuando gobernaba el PAN. Manlio por momentos balbuceaba. Le dijo cínico, le reprochó decir sandeces y ser un joven insensato, pero no logró desarmar ninguno de los argumentos del pugilista panista.
Esa noche, con los triunfos electorales en la bolsa —varios de ellos de la mano del PRD—, a Anaya no le quedó duda del camino que había de seguir. Lanzar toda su furia discursiva contra el PRI “corrupto e ineficaz”, poner en evidencia el “populismo depredador” y, paralelamente, seducir a los perredistas para ir juntos hacia 2018. Con esos ingredientes y sus dotes de “listo y articulado”, Anaya tenía todo para buscar la grande, cueste lo que cueste, sin importar las cabezas que queden en el camino.
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