Sí, qué emoción, ya estamos en el 2018, pero… ¿se acabaron las guerras, el cambio climático, las amenazas de una guerra nuclear, el comunismo, el consumismo, la corrupción, los abusos de cualquier tipo, Donald Trump? No, nada de eso se acabó, la única diferencia que pude encontrar fue que cambiamos el siete por un ocho al final de dos mil dieci…
Sé que el hombre es cíclico y parte de ello me preocupa, porque me hace creer que necesita toparse con un final drástico para entender que no va bien, para poder resetearse, volver a empezar e, irónicamente, cometer los mismo errores hasta a llegar al punto de partida.
Ayer tuve una experiencia que me hizo comprender cómo, de alguna forma, existe la tendencia de caer en el error y contradecirnos. Como muchos saben, intento hacer todo lo que está en mis manos para proteger el planeta. Soy enemiga de los popotes por la cantidad de contaminación que generan, siempre los evito e intento convencer a otras personas para que no los usen, sin embargo, ayer fallé. Fuimos al cine, me compraron un refresco y, ya estando en la sala, me lo entregaron con el respectivo popote. Estaba tan entretenida viendo la película de Star Wars: Episodio VIII – Los últimos Jedi, que sin ser consciente de lo que hacía, le quité la envoltura de plástico, metí el popote en el agujero que hay en la tapa y comencé a tomar refresco. No fue hasta después que me di cuenta de lo que había hecho y me sentí mal. Entendí la lección: Cuando uno está idiotizado pierde el timón, se vuelve esclavo de lo que sea y olvida los principios que lo rigen y lo hacen ser.
Al día siguiente prendí la televisión para ver las noticias. Era dos de enero y vi mucho fuego, pero no por los festejos, eran protestas, vi asesinatos, más corrupción, los estragos de los cambios climáticos (la joya de la Habana, El Malecón, está en peligro) y el desagradable copete de Donald Trump. Lo único que pasó por mi mente fue: “Todos ellos también están idiotizados por algo que los induce a hacer las mismas estupideces una y otra vez”.
Toda la alegría que sentí de cruzar de un año para otro se esfumó, y más cuando en Internet encontré una gráfica de cuántas personas nacen por segundo en el mundo. Me sentí desesperada, quise convertirme en Dios y quitar el libre albedrío. Me vi a mí misma como una gran dictadora, ordenando a todos qué es lo que tienen que hacer y cómo deben hacerlo. Es más, hasta tuve el tiempo para imaginarme que tenía poderes especiales que me permitían limpiar la Tierra de toda la contaminación y enviar a cualquier persona que hiciera el mal, al espacio exterior con destino al Sol. Mi plan maquiavélico de salvar el mundo iba bien hasta que recordé el popote. Comprendí que estaba pensando de la misma forma en que lo hizo y lo hace, la gente que más daño le ha hecho a la humanidad. Haga lo que haga no puedo combatir el mal, porque parte del mal soy yo. ¿Y entonces, qué hago? Nelson Mandela dijo que sucumbir es de humanos, pero en este caso y, por primera vez, no lo creo válido. Si en nosotros hay bondad y maldad, no debemos sucumbir ante ninguno, necesitamos encontrar el equilibrio para poder vivir con nuestras dualidades y no hacer daño. No es dejar de ser, es aceptar el ser que se es y saber poner límites. A la humanidad le falta mucho camino por recorrer y si tiene que toparse con lo peor de sí misma para comprenderlo, que así sea.
Y pensar que necesité de un popote para hacer una conclusión: No cambió el año, cambié yo.