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23 de Diciembre de 2024

Rebeca Pal

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Hoy quiero escribir sobre cómo quedar mal, pero muy mal, con las personas que nos relacionamos y con nosotros mismos, en menos de dos minutos: decir sí a todo. Es contradictorio e incómodo el momento en el que estás masticando el “no” y terminas diciendo un “sí”, que te quema, te molesta y te hace sentir traicionado.

Psicólogos aseguran que se debe al deseo de agradar y de ser aceptado. Hay personas que dicen “sí” a todo porque piensan que sólo así serán admitidos en grupos familiares, sociales y laborales. Por eso llegan a hacer el sacrificio que implica aceptar algo con lo que no están de acuerdo. El problema suele agravarse hasta llegar a vivir situaciones que van en contra de la moral, el aspecto económico y la salud física y mental.

Aquellos que siempre dicen que “sí”, corren el riesgo de vivir bajo la presión de contradecir sus juicios y opiniones, lo que les genera estrés y un constante conflicto interno. Por norma general pierden la posibilidad de un trato equitativo con los demás. Al no prevalecer sus propias decisiones, consienten el menosprecio de su individualidad, lo que facilita que las relaciones personales que tengan se basen en el poder y en el abuso. Quienes más están expuestos son los niños y los adolescentes (abusos sexuales, drogas y alcohol).

La necesidad ilógica e impulsiva de decir sí a todo, es el resultado de una baja autoestima que produce la necesidad de agradar a otros para ser aceptado. Quien no sabe decir “no” sufre un temor irracional a la confrontación, y tiene una dependencia emocional. Suelen ser personas tímidas o, por el contrario, sociables pero muy complacientes y atentos en exceso. Siempre indecisos y dependientes de las opiniones de otros. Basan su valía y estima en la imagen que creen que los demás tienen de ellos.

Otro de los grandes problemas que afrontan, es que generalmente no saben escuchar. Y es sólo a través de la escucha activa que se puede identificar en una situación, la opción para evaluarla desde una realidad objetiva, sin presión y sin prisa. Hay que tomarnos el tiempo que nos sea necesario para razonar la respuesta que vamos a dar. Siempre que contestemos rápido, tendremos mayor riesgo de equivocarnos y arrepentirnos por la decisión tomada.

Quise escribir sobre este problema porque a lo largo de la semana, tuve dos eventos que no supe manejarlos porque no quería decir “no”, y quedar mal con las personas involucradas en mi decisión. Mi primer conflicto fue porque no voy a poder ir a México al bautizo de mi sobrina. Celebro dos años de casada y ya había organizado un viaje. El segundo conflicto fue porque vi una promoción y compré dos entradas para un brunch en domingo, que sin saberlo, coincidió con el domingo en que mis suegros harían una comida en su casa por el día del padre.

Fueron dos situaciones que me sacaron de quicio porque al principio no podía decir “no puedo”. Llegó el drama y después la disputa interna por las consecuencias que vendrían si decía “no”. Pasé varias horas en suspenso, hasta que llegó la tranquilidad y reconocí, que por mi bien, no debería romperme con tanta facilidad por una palabra. Una mera y sencilla palabra, un monosílabo que sin autoridad aparente, tiene, porque se lo he dado, el poder para que lo controle todo: mis decisiones, mi autoestima y mi estado de ánimo. Y sí, estuve tentada a perder el dinero y cancelar el viaje, y quizá es una tontería, pero esa tontería me define, y estoy trabajando en ello porque planeo tener un mejor concepto de mí misma. Todos somos obras de arte incompletas, y yo no sé si para cuando me muera logre ser una obra completa, pero sí espero que con el tiempo, sepa tener el carácter para decir “no”. Porque decir “no” cuando la situación lo amerita, requiere de mucho carácter y de tener principios y metas sólidas.