Sonó su teléfono muy temprano, unas cuantas horas antes de lo sucedido. Contestó extrañado, pues sólo sus más cercanos tenían ese número, que además se lo habían asignado hacía unas pocas semanas porque solicitó el cambio, ya que en el anterior, recibía muchas llamadas de amenazas, intimidaciones, intentos de extorsión e insultos. Es parte de la profesión, se tranquilizó cuando tuvo que hacer el incómodo trámite y migración de agenda y datos.
–¿Bueno?
–Te hago esta llamada de cortesía porque te lo mereces– le dijo la voz del otro lado de la línea.
–¿Qué me quiere decir? –preguntó tratando de mostrarse lo mismo amable, que frío y sin temor.
–Van a ir a detenerte en un rato. Esto lo podemos hacer fácil y lubricado, o todo lo difícil que quieras. Pero te conozco y yo sé que eres pragmático; sabes que es mejor no presentar resistencia.
Tú estuviste de este lado y sabes perfectamente que intentar huir, es pendejo y contraproducente. Toma mi consejo y mejor aprovecha el tiempo para platicar con tu familia, llamar a tu médico, ponerte en contacto con tus abogados y preparar tus asuntos personales. Si todo sale terso, nos veremos pronto para platicar de frente.
Desde que lo llamaron para interrogarle “amistosamente” sobre el caso más importante de su carrera, ya le habían advertido sus abogados que tal momento de inflexión y arresto, podría llegar en cualquier momento. Lo veían venir como una consecuencia de los tiempos que corrían.
Sin embargo, concluyeron también que, conforme a derecho, no tendrían nada serio que justificara que lo privaran de su libertad por mucho tiempo. “Tiene que prepararse para un tramo largo de abusos autoritarios y de defensa y amparos, esto será un maratón y no una carrera de velocidad”, le dijeron.
En el vestidor, de su caja fuerte extrajo las pastillas que le había indicado su médico de confianza para una crisis de tales magnitudes (siempre guardaba ahí sus medicamentos controlados, lejos de las miradas propias y extrañas).
Después, se dio un regaderazo, eligió ropa cómoda para vestir (no quería que nada estrafalario se le restregara en medios) y se peinó con prolijidad. Se puso también, bastante más loción de la que habituaba y luego, todo lo calmo que pudo, avisó a su mujer (a quien ya había estado preparado psicológicamente) que pronto llegarían por él y que debía cuidar las formas y tonos para no escandalizar ni a los vecinos.
Aquella, a pesar de conocer de antemano la situación, aún intentó convencerlo de llamar a fulano o mengano, pero con calma estoica, él la hizo entrar en razón: ya nada podía hacerse en ese punto y lo mejor era entregarse sin oponer ningún tipo de resistencia.
Lo tenía claro. Las acusaciones en su contra serían improcedentes pero su detención serviría para varios propósitos, tales como presumir el cambio, distraer la atención de la liberación de una política y un criminal de alto rango, y ultimadamente, invitarlo a traicionar a quienes no desean perder el control del estado de México en las siguientes elecciones, lo cual, por cierto, resultaba tentador.
Apegarse a la figura de testigo protegido y colaborar para obtener un error procesal y su libertad en pocas semanas, le parecía la mejor opción.
Si no cometía los errores de Lozoya, podría resultar que le ofrecieran pasar su proceso en libertad sin crear una afronta de impunidad contra el actual gobierno. Así que, con elegancia amable y decencia, no presentó resistencia y por ahora solo está esperando a que le hagan una buena oferta. ¿La tomará?
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