Rigoberta estaba aburrida y se puso a ver videos por internet. Siempre le había gustado retarse intelectualmente, aprender lo que no pudo conocer en su educación formal, del jardín de niños a su universidad, donde se tituló con honores de enfermería. Y para eso, la World Wide Web se pinta sola. No hay mayor reservorio de conocimiento que la nueva biblioteca de Alejandría (aunque no esté curada por sabios y haya mucho mentecato).
En fin, que navegando por internet, encontró que se podía hacer un estudio genético de saliva. Aunque sabía perfectamente bien quien era su difunta madre, no tenía ni la más remota idea de quién era su padre. Siempre se negaron a revelar su identidad. Entonces quiso averiguar más. Y por eso, compró su prueba, a pesar de que le costó una pequeña fortuna. Según lo que arrojó el estudio, resultó que sus orígenes eran algo distintos a lo que pensaba: poco de nativa americana y mucho de las zonas asiáticas e indoeuropeas, a pesar de su piel morena.
Entonces se interesó en la historia de la humanidad y se topó con una publicación matemática: tuvo dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, 16 tatarabuelos y para no continuar con el cálculo, resulta que todos en el mundo estamos conectados por algunos pocos ancestros. Así fue como le llegó la idea. Si todos venimos de Adán y Lilith y/o Eva, todos debemos compartir genética fundamental y las probabilidades de que exista una persona muy parecida a nosotros, físicamente, son elevadas. Tanto, que descubrió que los alemanes se inventaron una palabra para eso: doppelgänger.
La idea le cayó como una cascada, como un chorro de agua fría y revitalizante; inteligente. Para comenzar, se tomó varias fotos y por días, utilizó varios motores de búsqueda reversiva de imágenes. Se topó con dos mujeres muy parecidas a ella, al grado en que los algoritmos no distinguían una de la otra. Después, las contactó por Facebook. Les dijo que mucha gente las confundía por sus avatares y pronto se hicieron amigas. Una vivía en Madrid y la otra en Querétaro. Invitó a ambas a su casa, pero la española fue la única que aceptó, pues quería conocer México y solo tenía que pagar el avión.
Dos días después, la familia de ella, la mexicana (integrada por su madre, hermano y pareja), recibió una llamada de madrugada y fue convocada para identificar su cuerpo. Al parecer, había fallecido en un fuerte accidente de tránsito. La miraron acostada en la plancha del Semefo (Servicio Médico Forense) y a pesar de los golpes, moretones, inflamaciones, la reconocieron de inmediato. Les entregaron el cuerpo y el acta de defunción. La trajeron a la Ciudad de México y la enterraron en el panteón de dolores, junto a su padre.
Según dicen sus conocidos, su pareja cobró una millonaria suma asegurada por la muerte accidental y desapareció. No le dio ni un centavo a la madre o al hermano.
Y las malas lenguas señalan que dejó el país. Hay quienes incluso se animan a decir que ahora vive a sus anchas en las Bahamas o Jamaica, pero nada de eso ha podido comprobarse.
Sobre la española se sabe poco. En su gobierno la han puesto como desaparecida, pues publicó en su Facebook, a través del móvil, que quería ir a conocer Zacatecas y que partía de noche en un camión para aprovechar mejor el tiempo. Alguien dijo que les bajaron en un retén y a ella se la llevaron. Obviamente no se trata de una coincidencia, pues él, la pareja beneficiada del seguro, ha sido avistado en el Caribe y no estaba solo.