Todos los días a la misma hora, cuando las campanadas de la Iglesia llaman a misa de medio día, don Isidoro García saca una vieja silla de alambrón y madera y una botella de mezcal, y se sienta bajo la sombra del pórtico a mirar a la gente pasar. Los demás habitantes del pueblo de San Isidro, lo conocen bien y no solo por ser el hombre más longevo de la región, sino por su escarpado sentido del humor. A cualquiera que pase por ahí le dedicará una broma si son chiquillos, un pelado albur a los mayores, un enrojecido piropo a las mujeres (siempre ha sido coqueto) y un chascarrillo a los pocos que aún son amigos. Don Isidoro, nunca ha sido un hombre físicamente atractivo, pero su labia y simpatía le han granjeado muchos catres, aventuras amorosas y diversiones.
Don Isidoro enviudó y nunca tuvo descendencia conocida. Casó con Delgadina Cabarcas en años mozos. Él era un joven serio y un lozano reportero del Eco de San Isidro y los vecinos pueblos de Buenavista y San José, un remedo de escritor y un muy formal intento de poeta y ella, una menuda y atractiva estudiante de preparatoria. Fue una etapa sensata y buena para Isidoro García: tenía dónde vivir, un trabajo circunspecto y remunerado, un tierno amor correspondido y el futuro claro lo afrontaría con sensatez. Desgraciadamente, le duró muy poco. La cigüeña llegó a la puerta del verde matrimonio y ella y el producto murieron por complicaciones durante el parto.
Don Isidoro lo perdió todo en un instante y despertó de una depresión de meses, cuando estuvo a su vez, a punto de perecer en un accidente carretero. Eso lo transformó: decidió, de una buena vez por todas, reírse a carcajadas una vez por día y nunca volverse a tomar la vida tan en serio. Y vaya que lo ha cumplido con creces. Y es aquí donde les contaré la última curiosa y divertida anécdota de don Isidoro del pueblo de San Isidro.
El fin de semana pasado, don Isidoro recibió la visita de un compadre de Rancho Nuevo y compró para atenderle una garrafa de aguardiente que debía durarle para un mes, pero que se bebieron en apenas dos días. Cuando el visitante se quedó dormido, don Isidoro, que seguía con sed de la mala, decidió aventurarse a la zona brava, allá por el límite geográfico del pueblo, donde están las cantinas corrientes y llegan los autobuses foráneos, con la esperanza de encontrarse a algún otro trasnochado que le pudiera invitar un trago.
Salió ya de día del salón tequila y bien tomado, andaba aquel deambulando rumbo a su casa, cuando se topó con una atractiva mujer recién bañada (con el pelo mojado), vestida con sugerente minifalda y quien le sonrió afablemente. Sonrojado y divertido, el beodo don Isidoro le guiñó el ojo y aquella se le aproximó.
–Abuelito, ¿no quiere entrar conmigo?
–No, mija, gracias. Yo ya no puedo –le respondió don Isidoro cuando se dio cuenta que estaba ante las puertas del viejo burdel.
–Ándele, anímese, abuelito, vamos a intentarlo.
Total, que don Isidoro se encogió de hombros y entró con ella. Para no hacerles el cuento largo, don Isidoro se aventó tres rounds vigorosos y dejó a la chica lo mismo satisfecha que agotada y sorprendida.
–¿No que no podía? –le preguntó la joven con las fosas nasales aún acampanadas
–Ay, mija, hacer el amor sí puedo, lo que ya no puedo es pagar. Ya ves lo elevada que está la inflación y apenas me alcanzó la pensión pa’ mi mezcal.
¡Feliz día mundial de la sonrisa!