Es una mujer inteligente y trabajadora. Se llama María Eréndira y tiene poco más de cincuenta años. Prefiere que la gente se refiera a ella por María E., en lugar de “licenciada”, o solo “María”, pues sabe que su madre le puso Eréndira, en honor a una integrante muy importante de la nobleza Purépecha y que significa “mañana risueña”.
Ella tiene poco más de cincuenta años, un trabajo estable e importante que, si bien no le satisface, al menos le obliga a levantarse de la cama porque le ayuda a conectar con otras personas. Pero también, hay que decirlo, tiene unas ganas tremendas de suicidarse.
Nunca se lo ha confesado a nadie, pero ese es el pensamiento que siempre tiene presente. Constante. Es avorazador e incansable.
Cada día que sale de casa, lleva con todo lo que considera indispensable por si de pronto no vuelve. Ese es el pensamiento que le domina. Ya sea que muriese por un accidente, un tema vascular o por si decidiese tomar esa decisión que le parece irresistible, de botepronto, tiene consigo, lo que considera más importante para dejar las cosas claras: su testamento en una carta; la carta gris cuyo contenido le trepana antes de dormir y cuando amanece. Ahí está, siempre, ahí está escondida, viendo pasar el tiempo y sus jugos verdes para mantenerse en peso.
Destaquemos que hoy es martes por la mañana y antes de irse a trabajar, María Eréndira, piensa ya con certidumbre, que esta será su última semana. Está convencida y ha comenzado a imaginar sobre quién encontrará su carta y su cuerpo. Se le ocurre chistoso que nadie pueda adivinar por qué se mató. Ni el sacerdote con quien irá por la última confesión, ni su madre que tanto quiere, ni sus amigas cercanas y ni la pareja con quien hizo el amor la antenoche. Nadie y nada.
El asunto de fondo es que, a decir verdad, ella siente que no puede expresarse con profundidad; salvo en su carta de suicidio, en su carta risueña y definitiva. A veces le parece ridícula tal misiva, pues termina con un “no es por lo malo ni por lo bueno, es porque no puedo más”. Y es que, entre todas las opciones justificables en un mundo al punto del colapso, lo único que se le ocurre escribir, es que se siente desbordada y no sabe ni cómo ni con quien pedir ayuda.
Del Instagram al noticiero de las mañanas, se le dice que la meta es alcanzar la felicidad. Pero ni la siente ni la considera posible. Entonces, antes de matarse, irá a una comida con sus dos amigas más próximas y le resultará insoportable que cada una se queje de no saber si elegir entre la langosta termidor o el rib-eye término medio. Veámoslo desde fuera: el trasfondo, es terrible. Sabe que quiere ayuda, que la necesita. Sólo sucede que no se atreve a pedirla. Es más, no sabría ni cómo hacerlo, porque, está sobrepasada por cualquier sentimiento.
María E., tomará en la mañana de una semana como ésta, una sobredosis de pastillas. Ella no quiere sufrir dolores extremos ni dejar un cuerpo denigrado con la materia gris regada en la pared por un grosero balazo. Tan solo subrayó el “no puedo más” en su lamentable carta gris de despedida.
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