Aún siente algo de dolor en el vientre y en la quijada. Cuando mira hacia el parque, los ojos se le llenan de lágrimas. Ya no disfruta ir a la escuela ni levanta la mano cuando conoce la respuesta. Ya no desea pintarse los labios y piensa varias veces, sobre cómo vestirse cuando va a salir a la calle, no importa que sólo vaya a la farmacia de la esquina. No quiere atraer miradas ni recibir chiflidos. Ya no quiere salir a cenar con amigas ni mirar a la gente a los ojos.
Ella es una de las miles de mujeres que han sido secuestradas en México, pero también es una de las poquísimas que han tenido la suerte de poder escapar. El problema es sumamente grave desde hace ya muchos años y varios gobiernos; tanto, que ya se había acostumbrado a escuchar casos de feminicidios en las noticias, pero nunca imaginó que casi pudiera sucederle a ella.
La terapeuta le ha explicado —varias veces— la diferencia entre un homicidio y un feminicidio: uno es el simple asesinato de una persona, sin importar su género. El feminicidio es el asesinato de una mujer por ser mujer; es el asesinato que se realiza contra alguien del género femenino, motivado por la misoginia y el sexismo. Es decir, como le pudo suceder a ella, le puede suceder a cualquiera que, como ella, conviva con gente que constantemente busca denigrar, discriminar y violentar a las mujeres, porque “se lo merecen” y porque las consideran un sexo inferior que debe ser sometido.
Ese fue el caso de su profesor en una escuela técnica donde ella toma clases. Al principio, sólo las miraba lascivamente. Al paso de los días, no tomaba en cuenta la opinión de las mujeres del grupo y hacía chistes de mal gusto: “Ay, niñas, mejor váyanse a su casa a aprender a cocinar y no le estén quitando espacio a un joven que tendrá que casarse con una burra que se embarace y necesitará trabajar con lo que aprenda aquí”, y cosas por el estilo.
El problema creció y también su desprecio hacia ella en particular, porque la reprobó y ella demostró haber sacado todas las respuestas correctas en el examen. Aquél la siguió un día, la secuestró y la quiso asesinar después de tenerla encerrada por días en una cisterna, a oscuras, desnuda, atada de pies y manos, amordazada, y de darle de azotes, especialmente en los senos, en el vientre y en los genitales. Gritos, escupitajos y orinarla, era lo de menos.
De suerte, una vecina escuchó algo y se metió a la casa del profesor cuando éste daba clases. La salvó una “chismosa” con quien estará siempre agradecida, especialmente cuando, temblorosa y con pánico, salió del lugar y, deslumbrada por la luz solar, alcanzó a percatarse de que afuera de la cisterna, donde normalmente estaba la vara de bambú para el azote diario, ahora se encontraba un machete.
Ella se llama como tu madre, se parece a tu hermana, sonríe como tu prima, sueña como tu hija y llora como tu mejor amiga. Ella es como cualquier otra mujer que fue y que será víctima de violencia de género hasta que, como sociedad, digamos: ¡ya basta! Ni una desaparecida más, ni una mujer menos.