Desde que murió su mujer por Covid, ha dejado de ir al supermercado con tanta frecuencia pues las presentaciones de los alimentos que venden, le parecen excesivas en tamaño para una sola persona y salvo que se atiborre de lo mismo una semana, la comida se le arruina. Detesta el desperdicio.
Por sugerencia de su hija que vive lejos y de alguna psicóloga que consultó ella preocupada por la depresión de la viudez en soledad, ahora se hizo de la diaria rutina de dar un paseo por el barrio para interactuar con otros y en la recaudería, comprar justo lo que comerá y merendará ese día.
Mientras camina, reflexiona en tantos cambios: don Elías, murió y ahora la miscelánea la atiende su yerno. La señora de la farmacia también y ahora detrás del mostrador, está una jovencilla de ojos asustados. Teresita, la costurera, desapareció y hace poco vinieron sus familiares desde Pachuca para vaciar su local.
Se detiene ante el puesto de revistas de don Eusebio, que perdió a un hijo zapatero y una hija enfermera. Para sus adentros, maldice la pandemia y al asesino gobierno y aquél, como es tradición, le entrega un diario que le guarda desde temprano y le hace apostillas de las noticias que aún no ha leído, como si fuese su curador y comentador personal de la agenda pública: “Quieren poner precios de referencia, para evitar más inflación. Inútiles. ¿Se acuerda de los tortibonos?”, le pregunta.
Claro que los recuerda. En los años setenta, gobernaba Echeverría, quien se creía un elegido transformador, un ungido reformador de la patria, pero no era más que un hombre ignorante y autoritario. Desde la matanza de Tlatelolco demostró que podía violar la ley, pero solo bajo su selectiva justificación. Viajero incansable de pueblos marginados, incrementó el número de burócratas defensores de su proyecto y aumentó la pobreza.
–Echeverría era una bestia –contestó–. Saboteaba a la prensa que no lo alababa, se alió con criminales para desaparecer enemigos, endeudó al país como nunca y para controlar la inflación, fijó los precios y eso nos sumió más en la crisis. Por su idea de una agricultura autosustentable y soberana, obligó a los campesinos a vender tan barato, que mejor no sembraban o quemaban sus cosechas.
–Un kilo de tortilla y dos de azúcar por familia en la Conasupo y Liconsa– agregó don Eusebio–. No había ni medicinas, se tenían que comprar en el mercado negro y las empresas del gobierno como esas, muy soberanas pero siempre llenas de sus corruptos compadres ¡Ni líneas de teléfonos podía uno contratar! ¿Se acuerda?
–Claro que me acuerdo, mi suegro que era amigo de algún diputado, nos dio ese regalo de bodas: una línea telefónica– contestó él, rechinando los dientes.
–Y López Portillo fue candidato único nacional “por voluntad del pueblo” y como no había un instituto electoral, por décadas, el gobierno organizaba las campañas, contaba los votos y nunca perdía ninguna elección. ¿Se acuerda?
–Claro que me acuerdo. Ahora los más jóvenes están tan preocupados de no convertirse en Venezuela, que ni cuenta se han dado que estamos por convertirnos en algo peor: en el México del siglo pasado con un gobierno al que no puedes cambiar.
–Yo pienso defender al INE, sin rajarme y hasta las últimas consecuencias–sentenció don Eusebio, asintiendo con la barbilla por delante.
–Que pase lo que tenga que pasar para nunca conformarnos ante el futuro de nuestro pasado– respondió él, antes de agitar el diario a la altura de su cara y emprender el regreso a casa.