No sin cierto regocijo ha comprobado que cuando era más joven y atravesaba por la pubertad, la situación era muy distinta de la actual. En ese entonces, si te gustaba una persona, no existían los móviles ni los snapchat ni los mensajes electrónicos y tenías que apersonarte en público y presentarte, con el conllevado riesgo frecuente de que te ridiculizaran o te mandaran a volar; o si ya le conocías, podías ir a tocar a su puerta o llamar al teléfono fijo, de su casa, y enfrentarte a que te contestara el padre o te abriera uno de los hermanos mayores.
Ahora, se percata, las cosas son tantísimo más sencillas. Su sobrino adolescente, ante su divorcio y solitud, le ha instalado un par de aplicaciones en el celular que hacen por él todo el trabajo ingrato, penoso y engorroso. Llena un cuestionario de características personales, luego llena otro de las personas que le gustaría conocer y los algoritmos hacen su magia: comienzan a conectarlo con personas afines y sólo con quienes también lo han encontrado interesante o atractivo. “Después de eso, solo necesitas saludar y dejar que las cosas fluyan”, le dijeron.
Para su cómoda sorpresa, pronto comenzó a tener cruces o matches con algunas mujeres y luego llegaron los intercambios por el chat integrado de la aplicación. En cuestión de unos días, ya había ido al cine con una, a sembrar arbolitos al parque con otra y a beber a un bar secreto con una tercera. La experiencia, estaba resultando sumamente placentera y deleitable. La del cine, un poco mayor que él, era profesionista en una trasnacional y nunca casada, la del parque para sembrar arbolitos era una arquitecta poco más chica que él, y la del speakeasy, era divorciada, de su misma generación y tenía dos hijos.
Unas semanas después, se vio para cenar con su mejor amiga, muy cercana desde la primaria y procuraban verse en persona, al menos, una vez al mes. Ella fue quien realmente le enseño a sacarle el máximo provecho a las mentadas aplicaciones, lo que incluía entre otras cosas, comprar la nada económica versión de paga recurrente.
Al día siguiente, aún con resaca porque su amiga es de carrera larga, una de las nuevas contactadas y posible pareja, le envió un mensaje: ella, casi quince años más joven que él, quería conocerle pues le había parecido que su vida y experiencia, eran “interesantes”. No pudo menos que sentirse halagado. Entonces, cuando ella le pidió su número de WhatsApp, no dudó en dárselo.
Recibió un mensaje por WhatsApp en cuestión de minutos. Se le hizo conocida en su foto; casí podría asegurar que salió con algún conocido. Ella le dijo que no, pero que quería conocerlo en persona, pues estaba buscando un hombre mayor por su experiencia y seriedad y le invitó a verse en un bar. A él le gustó la idea y le propuso un sitio por el parque España. Acordaron la fecha y la hora y se despidieron.
Dos días antes de la cita, ella le volvió a escribir para confirmar el encuentro. Ante su respuesta positiva, le reiteró que estaba buscando una relación que pudiera ayudarle a divertirse y distraerse de sus preocupaciones, sacarla de su zona de confort y aconsejarle y auxiliarle para abrir su primera tienda. El grandísimo imbécil le creyó.
Después, sin ningún tipo de recato, ella le dijo que, para llegar a su cita debía verificar que se trataba de algo serio y que necesitaba una “intro” de ocho mil pesos. Como es de imaginarse, él que ni se lo esperaba, se negó después de reírse un rato. Entonces ella le amenazó con difamarlo públicamente, hacerle una campaña negativa, acusarlo de abusos. Y pues desde entonces, sin deberla pero temiendo la “shitstorm” plausible, una vez al mes, desde hace tres años, le deposita lo que mucho necesita a cambio de que no le haga un escándalo. Él es solo uno de los tantos casos más que han terminado cediendo a los chantajes de sepaquién por sepaqué. ¿Conoces un caso casi igual?