¿Vieron el socavón? Es un robo. ¿Vieron que se les han caído varias veces los postes que van a sostener el tren rápido de Toluca? Sin contar que se atascó el proceso del tren a Querétaro. Todo es un atraco. ¿Vieron que su satélite se les fue al garbanzo? Una treta más para cobrar el seguro. Así, les tengo centenares de ejemplos. Y lo que nadie más ha entendido, es que por sobre la seguridad y el empleo, la gente está harta, fastidiada y empachada de tanta corrupción. No la toleran ya. Que si la casa blanca, que si la de Malinalco, que si Odebrecth, que si las autopistas concesionadas cobran más de lo que deben, que si la obra en Cuernavaca costó casi el doble de lo presupuestado y se terminaron muriendo asfixiados un papá con su hijo. ¿Imaginan ustedes la impotencia del padre?
Todos guardan silencio. La casa es relativamente sencilla. Una gran biblioteca, una sala acogedora, un comedor modesto —de más— y cercano a la cocina. Cobardes. Todos son unos malditos cobardes. Todos tiene el comentario justo sobre la corrupción del actual gobierno, pero ni uno solo tiene los pantalones suficientes para demandarle que él, el anfitrión, dé la cara pos sus obras, igualmente caras y con tantas equivocaciones y deficiencias y cuyos números y cuentas económicas como las del segundo piso, mandó censurar por varias décadas.
No se preocupen, les dice a los empresarios, esas cosas van a cambiar en cuanto me elijan presidente. Sus empresas estarán seguras. No me meteré con ninguna fuente de empleo, salvo que echaré para atrás la reforma petrolera. Pero será bien hecho, algo bien pensado, no a lo puro pendejo, como suelen decir mis paisanos, les intima. Recuerden cuando goberné ésta ciudad. Todo funcionaba como debía y vi por el bienestar de los más pobres, como de nuestros ancianitos, a quienes les di una pensión para que tuvieran una vida más digna.
Los invita al comedor. Les da quesadillas de tortilla azul y salsas varias. Qué rico, dicen todos. Nadie le pregunta ni le reclama que cuando gobernó la ciudad, la deuda del entonces DF, se hizo la más grande de toda la república. Vaya, era mayor que la suma de todas las deudas de todos los Estados y Municipios del País, juntos. Nadie le dijo tampoco, que era conocido que el poder judicial le valía dos pepinos y por eso incumplió los mandatos de jueces que le decían que no se podía robar sin indemnizar correctamente, unos terrenos para construir un camino a un hospital privado y muy muy caro, en Santa Fe (por eso lo quisieron desaforar pero pudo más su peso político que la cobardía de los otros poderes).
Y mientras todos comían, aquél continuaba con su perorata: perdonen la sencillez de esta cena, les decía a los hombres que convirtió en billonarios cuando tomó por meses Paseo de la Reforma y aquellos, se dedicaron a comprar a precios ridículos, propiedades quebradas por falta de clientela. Perdonen, repitió, pero no me gustan las cosas fastuosas, dijo mientras abría una quesadilla que se deshebraba entre sus dedos y a la que le pondría salsa roja. La ciudad la volví segura, dijo ante un primer bocado que le debió saber a mentira porque durante su mandato, millones —apartidistas— salimos a marchar de blanco porque no aguantábamos que nos mataran en secuestros, en cajeros, en nuestras casas o en asaltos en el periférico o en cada esquina y él, no hizo más que burlarse de la sociedad civil.
No, no. Con aquél, todo está finamente calculado. Siempre. Eso es algo que llama la atención, pues no hay detalle que se le escape y además, no es nada fácil sacarlo de su personaje público (porque me bien me decía mi abuelo, unos somos en la soledad de la porcelana y otros somos cuando estamos ante los demás): Yo voy a gobernar pa’todos, sentenció. No se preocupen, ya encontraremos formas de recompensarles sus inversiones, no ‘mas no me calienten el granizo, sentenció.