Las protestas del pasado viernes 16, activadas por acusaciones de violación en contra de seis policías, pero retroalimentadas por errores graves en las investigaciones oficiales y un manejo de comunicación social penoso, se han traducido en una intensa discusión pública sobre el derecho a la manifestación y sus límites. Debate que ha perdido foco ante el odio en redes sociales y el oportunismo de quienes buscan posicionar su propia agenda política.
Entre todo lo que se puede discutir, me interesan las críticas al ejercicio de la protesta ante el cariz particular que han tomado. Primero, la forma en que las autoridades han asumido las protestas como actos de provocación. Segundo, los cuestionamientos que tanto líderes de opinión, actores políticos y ciudadanos han realizado sobre episodios de violencia y daños a mobiliario urbano ocurridos durante las protestas.
El debate en medios y redes sociales se ha centrado, dejando en muchos casos de lado la violencia contra las mujeres y el caso de violación de una menor de edad, en los daños a mobiliario urbano, monumentos históricos o la irrupción de golpeadores profesionales durante las manifestaciones. La respuesta de las organizaciones feministas y múltiples líderes opinión ante la polémica ha sido que la indignación es muy profunda y que, en todo caso, el daño reparable a ese tipo de bienes está justificado por la necesidad de evitar más violencia contra las mujeres. Argumento con el que coincido plenamente.
La cuestión de fondo es qué se está entendiendo por “orden público” y, su contraparte, el desorden. Pareciera que quienes reclaman la irrupción del desorden y señalan presurosos los riesgos de caer en la anarquía, piensan en el orden público en términos funcionalistas, donde nada se debe mover si amenaza la tranquilidad pública, afecta las rutinas institucionales o cuestiona a las autoridades. Mucho menos si va acompañado de vandalismo, daños a mobiliario urbano o incluye baños de brillantina. Peor aún, señalan, si se trata de manifestaciones encabezadas por mujeres.
En una democracia, nos guste o no, el orden también es desorden, involucra tanto estabilidad institucional como conflicto y protesta. Las protestas expresan el coraje, la profunda indignación pública y el hartazgo ante la negligencia de las autoridades frente a la violencia desbordada. En este caso, resulta hipócrita exigir marchas silenciosas, comportamiento ejemplar o conductas estrictamente apegadas a “derecho”.
Más que señalar el desorden provocado por una manifestación, incluyendo los actos de vandalismo que puede llegar a involucrar, tendríamos que preguntarnos: ¿Qué fallas institucionales o de la autoridad lleva a los actores sociales a protestar con indignación, en ocasiones recurriendo a la violencia? ¿Cómo debe la autoridad traducir la indignación expresada en cambio institucional o en mejores políticas públicas?
La protesta feminista no fracturó el orden público, a pesar de todo ese drama por los daños provocados en la glorieta de Insurgentes y el Ángel de la Independencia. Cuando tenemos miles de feminicidios y acumulamos cientos de miles de muertos en el país, nuestro descenso al abismo de la violencia, debemos asumir que el orden político y social está de hecho roto. El problema no es el tono o los repertorios a los que recurre la protesta, incluyendo brillantina y grafitis, sino la insensibilidad e irresponsabilidad de los actores políticos frente a la brutalidad de la violencia.
El orden institucional no será más estable si se controlan las protestas, será una realidad palpable cuando sea más justo e incluyente y no esté capturado por la corrupción y los pactos de impunidad. Si escucháramos con atención el mensaje de la protesta feminista, descubriríamos que nos está exigiendo poner orden en nuestra casa común. Lo que no se quiere entender es que justamente falta el orden de un Estado de derecho efectivo e incluyente. Y de eso necesitamos hacernos cargo.