Ver para poder cambiar

19 de Diciembre de 2024

Juan Antonio Le Clercq
Juan Antonio Le Clercq

Ver para poder cambiar

Le Clercq

Pocos días duró en cartelera Los Olvidados luego de su estreno en 1950. Desde el momento en que la cinta fue exhibida públicamente, notables y famosos de aquellos tiempos se indignaron airadamente contra Luis Buñuel por mostrar a un México distinto al que aspiraban el discurso posrevolucionario y el alemanismo. La prensa señaló la existencia de un mensaje supuestamente inmoral y algunas de las funciones se transformaron en actos de protesta violentos en contra del director español emigrado a México. ¿La razón la furia en contra de la que, sin duda, es una de las más grandes películas filmada en México? Presentar una imagen cruda y realista de la pobreza y la situación de los niños de la calle, perspectiva diametralmente opuesta a la versión dulcificante o lastimera que predominaba en el cine mexicano de la época.

Sesenta y ocho años después, Roma, otra obra monumental del cine mexicano, vuelve a adentrarse sin concesiones a la realidad de la marginación económica y social en México. En este caso centrándose en las brechas de desigualdad y las condiciones laborales que enfrentan las trabajadoras del hogar. Y la polémica también se hizo presente. A pesar de que la calidad de la película fue celebrada y su director ampliamente reconocido, en redes sociales comenzaron a circular comentarios que se movieron desde el desprecio clasista hasta el abierto racismo en contra de su protagonista central principal, Yalitza Aparicio.

Las buenas conciencias, a las que tanto gusta mostrar exhibir una imagen “buena “y “bonita” de México, no pudieron resistir que el trabajo de una mujer indígena fuera reconocido con una nominación a los premios Oscar. Paradójicamente, muchos de lo que se hinchaban de orgullo por el triunfo internacional de una película mexicana que trata sobre la exclusión de Cleo por su condición de mujer, indígena y trabajadora del hogar, se indignaron profundamente ante el éxito y el reconocimiento que recibía en la vida real de una mujer de origen indígena.

Pero la misma historia se repite y repite, aunque dicen que primero como tragedia y luego como comedia, en realidad regresa como una farsa grotesca con la que se pretende ocultar la tragedia de la desigualdad, la pobreza y la marginación. Ahora es el turno de Ya no estoy aquí, de Fernando Frías de la Parra, historia que nos muestra la cotidianidad de una pandilla de adolecentes en un ambiente marcado por la descomposición social y la falta de oportunidades, enfatizando el rol de una identidad grupal que integra música, baile, vestimenta y lenguaje muy particulares. Una subcultura desarrollada a partir de la mezcla de elementos urbanos propios de Monterrey y la interpretación muy particular de la música y bailes de origen colombiano.

La película, tan cruda como entrañable, en la misma tradición que Los olvidados y Roma, nos confronta con un triple drama. Primero, el ambiente mismo de exclusión económica, descomposición social y falta de oportunidades donde crecen los protagonistas de la historia. Segundo, la tragedia que involucra la necesidad de emigrar en búsqueda de mejores condiciones de vida o, como en este caso, para escapar de la violencia. Tercero, el retorno del protagonista a su hogar sólo para descubrir que nada es lo mismo, que su mundo se hunde irremediablemente como resultado de la irrupción del crimen organizado y la violencia derivada de la guerra contra el narco.

Y para no variar, mientras la película recibe el reconocimiento de la crítica nacional e internacional, comienzan a aflorar voces que rechazan con indignación la imagen “fea” o “distorsionada” de Monterrey que transmite la película. Tal como ocurrió con Los olvidados y Roma, molesta mucho que un director nos muestre sin concesiones el México de la desigualdad y la exclusión. El mismo discurso tan clasista como simplón que exige difundir imágenes de un México más “bonito”, que mejor enfoquemos la historia en los rascacielos deslumbrantes que se alcanzan a percibir como fondo a la distancia, que mantengamos a la pobreza y la marginación cubiertos con el velo de la indiferencia.

A setenta y ocho años de Los olvidados, existe un México al que le disgusta profundamente confrontarse directamente con la pobreza y la exclusión que sufren millones de mexicanos, pero al que le molesta mucho más que nosotros mismo nos veamos y que desde otros países nos vean a través del cristal de la marginación social que rodea a ciudades y lastra comunidades rurales. No hay forma de cambiar como país, aspirar a un desarrollo democrático y económico pleno, si no estamos dispuestos asumir la realidad social de nuestro país en toda su crudeza. A ver como parte de nosotros a esos “otros” que no gusta ver retratados a través del cine.