De entre todos los temas que tiene que atender el gobierno, de todos los asuntos que definen la agenda pública nacional, el menos relevante, el que ni siquiera debería robar tiempo del debate público, es la existencia de un testamento político del presidente. Más que estar a la espera de que transfiera una guía del usuario para sus potenciales sucesores, lo que urgen son definiciones claras en el aquí y el ahora, no desde el más allá, para atender la crisis de violencia y los feminicidios, los asesinatos de activistas ambientales y periodistas, el exceso de muertes por COVID, los ataques a la autonomía universitaria, la amenaza de una recesión económica, la arbitrariedad en el ejercicio de la función pública y la impunidad rampante.
La agenda de temas que nuestro país tiene que atender es muy amplia y cada día más compleja, lo último que necesitamos es seguir jugando con distractores mediáticos. Mas que ayudar al proyecto de gobierno, anunciar en mensaje nacional la existencia de un testamento político aumenta las dudas sobre la salud del jefe del Estado, extiende la incertidumbre sobre los el devenir de los últimos años del sexenio y alimenta las intrigas palaciegas entre quienes se creen en proceso de ser ungidos.
Independientemente que la sucesión y la formación de gobierno se definen por las normas constitucionales, las leyes que de estas emanan y el resultado del proceso electoral, más allá de la conveniencia política misma de anunciar la existencia de un testamento político, la idea es muy cuestionable democráticamente hablando. Fomenta la imagen de un país como patio de recreo para la visión y voluntad de un solo hombre. Promueve la percepción de que, más que depender de la voluntad y las demandas ciudadanas expresadas en las urnas, se impone seguir con el mismo proyecto como un mandato personal, sin importar su viabilidad o lo que piensen los posibles candidatos. Revela que el gobierno sigue atrapado en la lógica de ofrecer esperanza y no acciones de gobierno sujetas a responsabilidad política y rendición de cuentas. Sin dejar de lado que un testamento político personalísimo conlleva un tufo autocrático, cuando lo que requerimos es impulsar el desarrollo de un estado de derecho incluyente y democrático.
Es comprensible que un gobierno aspire a que sus actos políticos trasciendan su propio tiempo y dejen un legado para la posteridad. Se entiende aún más de un presidente que en forma reiterada ha dejado en claro que quiere que su proyecto de gobierno se perciba como un momento importante de la historia patria. Pero no hay testamento político que garantice por sí mismo un juicio favorable de la historia, que convierta en referencia para las futuras generaciones lo que dejó de hacerse a través de acciones de gobierno. Los gobernantes conquistan su lugar en la historia con la efectividad de sus decisiones, la responsabilidad ante las consecuencias de sus actos, su voluntad para reconciliar e integrar a sus conciudadanos en un proyecto plural común y su capacidad para hacer de la justicia la primera virtud de las instituciones públicas.
Los testamentos son actos libres y privados que involucran la decisión individual de legar bienes, derechos y obligaciones otras personas. Si tanto preocupa la herencia y el legado político del presidente y su 4T, el gobierno tendría que actuar con mayor coherencia y sentido de oportunidad ante los problemas que se nos desbordan, priorizar la toma de decisiones por encima de las narrativas, asumir la responsabilidad propia y dejar de buscar pretextos en los actos del pasado. Si tanto preocupan el resultado electoral y la continuidad de su programa político, tendrían que estar ocupándose en gobernar bien para convencer a los ciudadanos desde los resultados y menos a partir de intenciones y maromas retóricas.