Señalaba Thomas Schelling, Nobel de economía en 2005, que lo distintivo del crimen organizado no eran su carácter de “organización”, su participación en negocios que lucran con bienes o actividades ilícitas, ni tampoco sus métodos y prácticas específicas. Desde este enfoque, el crimen organizado se explica por su capacidad para controlar actividades y negocios ilegales, así como para extorsionar y ejercer violencia sobre quienes pretenden realizar negocios ilegales sin su autorización en un territorio determinado.
Mientras que el Estado se ha definido por su capacidad para ejercer el monopolio de la violencia legítima, el crimen organizado consiste en el monopolio de negocios y actividades ilegales, de la capacidad de ejercer violencia para mantener control o vender protección. Mientras la delincuencia en general afecta a las personas en su seguridad y patrimonio, el crimen organizado daña también a las instituciones al corromperlas o confrontarlas para ejercer control sobre “su” territorio, lo que en México se ha denominado la “plaza”.
Mientras más se extiende el monopolio del crimen organizado y más crecen sus capacidades para ejercer control sobre mercados y actividades ilegales, también aumentan sus víctimas potenciales entre la sociedad. Pero de igual forma se incrementa exponencialmente la necesidad de coludirse o corromper a las autoridades políticas como medio para ejercer su monopolio criminal.
De acuerdo con los resultados del índice de crimen organizado, elaborado por ENACT, México es uno de los Estados con mayor penetración por parte de organizaciones criminales y estas han sido más exitosas para ejercer monopolio sobre mercados. Si bien este índice se enfoca al medir la presencia y alcance del crimen organizado trasnacional en África, en sus anexos se comparan los resultados con países como Australia, Canadá, Japón y Reino Unido, al igual que con casos que enfrentan crisis de seguridad y violencia, como El Salvador, Colombia, Filipinas y México.
De entre 65 casos analizados, México ocupa el tercer lugar con mayor grado de penetración del crimen organizado con una calificación de 7.38, solo por debajo de Colombia (8.20) y Nigeria (7.70). Sin embargo, en la dimensión que mide control de mercados criminales relacionados con tráfico de personas, recursos naturales y drogas, México es el peor evaluado con 8.25, seguido por Colombia (7.90), Nigeria (7.65), República Democrática del Congo (6.45) y Tanzania (6.25).
En lo que se refiere a la fuerza y característica de los actores criminales, México ocupa la posición 13 con 6.50, mientras que Colombia (8.50), República Democrática del Congo (8.13) y Somalia (8.0) tienen las peores posiciones. El resultado de México se explica por compartir los peores resultados en indicadores como “grupos estilo mafiosos” (9.00) y “redes criminales” (10), aunque obtiene una buena calificación en influencia de “actores criminales externos” (3.0) y actores criminales “incrustados en el Estado” (4.0). En este caso, el índice falla en la medición del peso de los pactos de impunidad y las redes de macrocriminalidad que involucran a autoridades y redes criminales en el caso mexicano.
La parte más delicada es que México se ubica en el lugar 29 (4.33) en la dimensión de resiliencia, que mide la existencia de capacidades institucionales para contener al crimen organizado, como leyes y políticas, Estado de derecho, transparencia, rendición de cuentas o mecanismos de prevención, etc. Esto es, a pesar de tener más capacidades institucionales que la mayoría de los casos analizados, México sufre una mayor penetración del crimen organizado. Estamos doblemente jodidos: el crimen organizado ha sido muy exitoso para extender su monopolio y control de mercados criminales, mientras nuestras autoridades han sido absolutamente incompetentes para utilizar los recursos institucionales con que cuentan para contener al crimen organizdo.