El caso Ayotzinapa ha marcado profundamente la vida pública mexicana desde 2014. Más allá de la violencia atroz con la que desaparecieron los 43 estudiantes, Ayotzinapa es símbolo de un país marcado por el horror, el colapso de la justicia y la negligencia gubernamental.
El gobierno de López Obrador ha dado un giro a la investigación sobre la tragedia al reconocer públicamente que lo ocurrido representa un crimen de Estado. Lo que han reclamado la opinión pública, especialistas y organizaciones sociales desde 2014, es reconocido ahora oficialmente: servidores públicos federales, estatales y municipales fueron corresponsables de la desaparición de los estudiantes, actuaron en forma omisa durante y después de los hechos y obstruyeron deliberadamente las investigaciones.
El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional define al crimen de lesa humanidad como parte de su competencia e implica el tipo de acto que “se cometa como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”. Para el caso Ayotzinapa esto podría involucrar asesinato, exterminio, encarcelación u otra privación grave de la libertad física, tortura, desaparición forzada y “otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física”.
Hay demasiadas preguntas y pendientes en el aire, entre ellas la captura y juicio de los perpetradores, pero el Estado ha asumido una disposición inédita para conocer la verdad de lo ocurrido esa noche y las decisiones posteriores de las autoridades. Corresponde a las familias de las víctimas y a las organizaciones que han acompañado el caso, evaluar si la investigación oficial garantiza verdad y justicia. Corresponde a todos los mexicanos también exigir verdad y justicia.
Lo más importante es el acceso a la justicia, lo que no han tenido las víctimas en ocho años. El gobierno de Peña Nieto, frívolo e irresponsable, nunca entendió que no había margen para equivocarse y, a través de su autodenominada verdad histórica, terminó por hundirse en la historia nacional de la infamia. El gobierno de López Obrador no tiene margen de error y debe evitar la tentación de usar el caso con fines políticos electorales o el fabricar chivos expiatorios. Al reconocer que el Estado cometió crímenes de lesa humanidad, se debe llevar a juicio a todos los responsables respetando los principios de un Estado de derecho democrático.
El Estado también debe garantizar condiciones para la no repetición y esto solo puede lograrse creando condiciones de seguridad y acceso a la justicia. Ayotzinapa nos ha mostrado todo el horror de la violencia y la impunidad y, a pesar de ello, las masacres se siguen repitiendo, el crimen organizado se extiende y las capacidades institucionales para procurar e impartir justicia son mínimas. Los ciudadanos estamos obligados a recordar y exigir un cambio real que nos permita salir del abismo de horror y crímenes de lesa humanidad en que hemos caído.
La seguridad y la justicia no son una graciosa concesión de las autoridades, son nuestro derecho y su obligación. El reconocimiento de que fue el Estado obliga más que nunca a las autoridades de todos los poderes y órdenes de gobierno a replantear la estrategia de seguridad y transformar los fundamentos de nuestro estado de derecho. El crimen de Estado y el interminable baño de sangre que sufre México, han sido posibles por la profunda degeneración de nuestras instituciones de seguridad y justicia, la captura política y criminal de las instituciones y los pactos de macro y micro impunidad. Si las autoridades no toman este momento en toda su importancia y asumen su responsabilidad para garantizar condiciones para justicia, seguridad y respeto a los derechos humanos, al actuar con negligencia y omisión seguirán siendo cómplices de la violencia y partícipes de crímenes de Estado.