Por fin, un sistema solar armónico y útil
A 40 años luz de distancia, un pequeño sistema solar que cumple con la armonía de las esferas que buscaban desde los pitagóricos hasta los astrónomos medievales, aporta más información sobre las posibilidades de que exista vida en el Universo
La idea errónea que finalmente convertiría a la astronomía en una ciencia de verdad surgió en 1595, durante una clase de un profesor tan malo y desordenado que estaba casi vacía.
Escrito por el propio Johannes Kepler, era frecuente que se excitara en clases y se lanzara a decir “una larga perorata sin tener tiempo de sopesar si lo que estaba diciendo era lo correcto”. Kepler consideraba que su entusiasmo y vehemencia eran perjudiciales incluso para él mismo, pues lo conducían a continuas digresiones con “nuevas palabras y nuevos temas, nuevas formas de expresar o probar sus puntos de vista, o incluso de alterar el plan de la clase o no decir lo que había pensado decir”.
Kepler tenía, incluso, una teoría sobre por qué su mente funcionaba de esta manera. Creía tener un tipo peculiar de memoria que lo hacía olvidar al instante aquello en lo que no estaba interesado, pero que era absolutamente admirable a la hora de relacionar una idea con otra.
›“Esta es la causa de los muchos paréntesis en sus clases —escribió hablando de sí mismo en tercer persona—, cuando de repente se le ocurren todo tipo de cosas y, debido al torbellino que esas figuraciones del pensamiento crean en su memoria, debe echarlas fuera a mitad de su discurso. En este sentido sus clases son agotadoras o, en cualquier caso, desconcertantes y no muy inteligibles”.
Cuando tenía 24 años, mientras daba una de sus caóticas clases, Kepler tuvo una idea completamente equivocada sobre el sistema solar con la que se obsesionó y que eventualmente lo conduciría a formular las primeras tres leyes verdaderamente científicas de la historia.
La armonía de las esferas
Durante la edad media en Europa, dominaba la idea que el reino de los cielos, al ser el reino de Dios, era perfecto y contrastaba con la corrupción y la imperfección de este mundo terrenal y humano. En principio, esta no era solamente una idea religiosa sino que buscaba también ser una descripción fidedigna del universo observable que estaba basada en ideas pitagóricas.
Según comenta David Hernández de la Fuente en su libro Vidas de Pitágoras, la inclusión concreta de la astronomía, lo que se llamaría la armonía de las esferas, no se debe al propio Pitágoras, quien vivió en el siglo VI antes de Cristo, sino a Filolao, quien escribió más de un siglo después del fundador de la “secta” respetando la idea central de que el movimiento de los astros, la música, la geometría y los números tenían una cierta coherencia compartida y armónica.
Esta idea llegó a Platón en el siglo IV antes de Cristo (aC), quien la transmitió a su discípulo Aristóteles y terminó cuajando en el complicado modelo astronómico del matemático, astrónomo, músico y astrólogo alejandrino Claudio Ptolomeo, quien describió el universo como una serie de esferas contenidas unas en otras, con la Tierra en el centro y, para predecir el movimiento de los astros de manera que fuera útil a los navegantes, requería de unos artefactos conceptuales llamados epiciclos.
El modelo de Ptolomeo estuvo vigente del siglo I aC al XVI dC, pero los astrónomos tenían que ir añadiendo epiciclos para mantenerlo útil. Incluso en 1543, cuando se publicó el libro De las revoluciones de los orbes celestes de Nicolás Copérnico, este tenía la innovadora idea de poner al Sol y no a la Tierra en el centro del universo pero seguía describiendo el movimiento de astros y planetas con epiciclos.
Poco más de medio siglo después, Kepler estaba dando clases.
En busca de la perfección pitagórica
“He estudiado el asunto de mi concepción, que se produjo el 16 de mayo de 1571, a las 4:37 de la madrugada... Mi debilidad al nacer descarta la sospecha de que mi madre estuviera ya embarazada cuando se casó, lo que ocurrió el 15 de mayo… Así, nací prematuramente a las 32 semanas, después de 224 días 10 horas”, cuenta Arthur Koestler en su libro Los sonámbulos, que éste fue el cálculo que hizo el propio Kepler a la edad de 26 años para hacer su horóscopo personal, pues además de astrónomo era astrólogo; aunque su primer interés era ser clérigo.
Tras estudiar teología durante cuatro años en la Universidad de Tubinga y poco antes de presentar sus exámenes finales, sus dotes de matemático excepcional cambiaron su destino, pues su universidad lo recomendó para que fuera el maestro de esta materia y de astronomía en la escuela protestante de Grantz, la ciudad capital de la provincia austriaca de Estiria. También cabe la posibilidad de que quisieran deshacerse de aquel joven brillante pero revoltoso que llegó a defender el modelo de Copérnico en público.
›Motivado sobre todo por la posibilidad de ser independiente económicamente, el joven de 23 años aceptó el ofrecimiento, a pesar de no ser un experto en astronomía y pensando que algún día reanudaría sus estudios de teología, lo cual, comenta Koestler, nunca ocurrió; sin embargo, llevó su interés por el conocimiento del creador a sus clases.
Desde que era estudiante en Tubinga, tras escuchar hablar de Copérnico y de la posibilidad de que el Sol y no la Tierra estuviera en el centro del universo, Kepler se empezó a hacer preguntas sobre los planetas: por qué eran seis y no más o menos (entonces se conocían Saturno, Júpiter, Marte, la Tierra, Venus y Mercurio); también intentó averiguar si una de las órbitas era dos, tres o cuatro veces más amplia que alguna otra.
“Perdí mucho tiempo en esta tarea, en este juego con los números; pero no pude descubrir ningún orden, ni en las proporciones numéricas ni en las desviaciones de tales proporciones”, escribió.
Kepler pensó que no podía ser coincidencia que hubiera seis planetas y sólo se pudieran formar cinco de los llamados sólidos perfectos, pitagóricos o platónicos, qué son aquellos cuerpos geométricos que tienen todas sus caras idénticas: el tetraedro, formado por cuatro triángulos equiláteros; el cubo, integrado por seis cuadrados; el octaedro, de ocho triángulos equiláteros; el dodecaedro, de 12 pentágonos, y el icosaedro, de 20 triángulos equiláteros. Seguramente Dios había dispuesto uno de esos sólidos entre cada una de las seis esferas planetarias que proponía Ptolomeo y esto es lo que determinaba la distancia entre ellas.
Curiosamente, el hecho es que, con un margen de error de alrededor del 5%, los sólidos pitagóricos caben bastante bien entre las órbitas planetarias.
El entusiasmo de Kepler ante este descubrimiento lo llevó a escribir su primer libro a los 26 años, el Mysterium cosmographicum, y jamás en su vida renunció a esta idea.
Desde el punto de vista contemporáneo, lo que resulta sorprendente es que Kepler, guiado por los datos, sí pudiera renunciar a otras ideas medievales y pitagóricas, en especial a la circularidad de las órbitas de los planetas, ya que él mismo descubrió, con mucho trabajo pues Descartes no había inventado aún la geometría analítica, que eran elípticas.
Quizá la idea de Kepler que resultó más relevante para poner los cimientos de la ciencia moderna fue su tercera ley, que surgió cuando decidió estudiar las velocidades a las que se mueven los planetas. Su observación y sus cálculos de que los movimientos planetarios eran más lentos conforme más lejos estaban del Sol le hizo pensar que no es que cada uno de ellos tuviera su propia “ánima”, como se creía entonces, sino que la responsable del movimiento era alguna fuerza que emanaba del Sol.
Fue Isaac Newton quien años después formuló la teoría de la gravitación universal, pero sin duda Kepler sentó las bases del conocimiento del universo.
Un sistema solar como Dios (o Pitágoras) manda
A unos 40 años luz de distancia de la Tierra se encuentra la estrella llamada TRAPPIST-1, que es mucho más pequeña y fría que nuestro Sol. Gracias al telescopio espacial Spitzer y al terrestre TRAPPIST (por Telescopio Pequeño de Planetas y Planetésimos en Tránsito), en febrero de 2017 se descubrió que TRAPPIST-1 está orbitada por siete planetas rocosos, que se han nombrado alfabéticamente de la “b” a la “h” en orden de su distancia a la estrella.
De manera sorprendente, los períodos orbitales de esos planetas tienen proporciones como las de notas musicales armoniosas. Por ejemplo, por cada ocho “años” (es decir, revoluciones en torno a su estrella) en el planeta b, pasan cinco en el planeta c, tres en el planeta d, dos en el planeta e, etcétera.
Estos años son muy cortos, el de b, por ejemplo, dura 1.5 días terrestres, lo que significa que los planetas están muy cerca de su estrella.
Para un grupo de astrónomos de diversas universidades, esta disposición resonante (así se llama) es más que una curiosidad que hubiera encantado a Pitágoras, Filolao, Ptolomeo o Kepler, pues según un estudio que publicaron el 25 de noviembre en la revista Nature Astronomy, pueden calcular cuántos impactos de meteoritos han resistido estos planetas sin perder la armonía.
“Después de que se forman los planetas rocosos, las cosas chocan contra ellos”, explica en un comunicado el astrofísico Sean Raymond de la Universidad de Burdeos en Francia y primer autor del reporte de investigación. “Se llama bombardeo o acreción tardía, y nos preocupamos, en parte, porque estos impactos pueden ser una fuente importante de agua y elementos volátiles que fomentan la vida”.
En la Tierra es posible comparar las abundancias de algunos elementos químicos que probablemente llegaron en los meteoritos que se estrellaron contra el planeta después de que se formó y calcular cuántos impactos ha recibido, pero eso es algo que obviamente no se puede hacer en los exoplanetas.
A partir de las órbitas en TRAPPIST-1, “no podemos decir exactamente cuántas cosas golpearon en ninguno de estos planetas, pero debido a esta configuración resonante especial, podemos ponerle un límite superior, podemos decir, ‘No puede haber sido más que esto’”, dice Raymond.
Epílogo
Al trabajo que en conjunto hicieron Copérnico, Tycho Brahe, su discípulo Kepler y Galileo Galilei se le ha llamado “la revolución científica” porque estos investigadores empezaron a entender al universo y la naturaleza como son y no como creían que debería ser según sus ideas preconcebidas.
Actualmente, las ideas preconcebidas que desvían a la investigación de encontrar la verdad son distintas, ya no provienen de concepciones religiosas ni místicas sino, por ejemplo, de la industria que financia estudios que tratan de demostrar que ciertos productos son seguros y aportan grandes beneficios, o de ideólogos que buscan demostrar que tal o cual teoría económica es cierta porque así conviene a sus intereses políticos.