En Perú no sólo hay polarización, violencia política e incertidumbre, los focos de ingobernabilidad en diferentes puntos del país está colocando a su clase política y a las élites contra la pared y a su débil democracia en una mayor fragilidad.
Las fuerzas de seguridad y al gobierno no han pasado la prueba, las decenas de muertes producidas durante las movilizaciones son la muestra y han provocado que la fiscalía abra investigaciones que podrían llevar a la cárcel a la propia presidenta Dina Boluarte.
El caos esta vez comenzó con la destitución de su presidente Pedro Castillo, el pasado 7 de diciembre, pero no es nuevo en este país enclavado en la Cordillera de los Andes. Allí se confía un poco más en la Iglesia Católica que en los paridos políticos y el Congreso, pues sólo tres de cada 10 peruanos les cree, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática del país.
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Pero donde se identifica a la corrupción como el principal problema de Perú, se ha levantado nuevamente desde el sur del territorio, la zona más mestiza, andina y campesina que votó por Castillo y que ha bloqueado carreteras, paralizando las ciudades, llegó a la capital para tomarla el jueves con un paro nacional. Entre cornetas, banderas y gritos estallaron las frases “¡Lima no es la capital!” y “¡La sangre derramada no será olvidada!”.
De acuerdo con el sociólogo Juan Gamarra Nieto, en esta crisis se configuran varias aristas: la postergación de las demandas sociales, la incitación a la violencia del gobierno Pedro Castillo y la infiltración de grupos extremistas.
Incluso el lunes pasado un grupo de manifestantes prendió fuego directo el a la tubería del Oleoducto Norperuano (ONP), cerca de la comunidad nativa El Paraíso, en Amazonas.
Así se abrió un nuevo capítulo que aún no se sabe dónde terminará.