Compromisos que no se cumplen, dietas que nunca inician, visitas al médico eternamente pospuestas, fechas de entrega en constante extensión de plazo. Todos, en mayor o menor medida, somos “procrastinadores”: dejamos para mañana lo que podemos hacer hoy. No se trata simplemente de dejar algo para más adelante, sino de sucumbir ante una práctica irracional que podría arruinarnos la vida. No toda postergación es mala. Si un freelancer retrasa hasta última hora una propuesta a sabiendas de que cuenta con sólidas razones para creer que el cliente que se la solicitó lo hizo a manera de trámite y no porque quisiera realmente contratarlo, entonces la dilación resulta de lo más racional. Cuando alguien procrastina, en cambio, actúa en contra de sus intereses casi de manera suicida.
No importa la edad o el lugar de origen, la ruta de la procrastinación tiende a ser la misma para todos. Al principio, el tiempo abunda. Tras experimentar alegría por haber cerrado el contrato o proyecto nos solazamos en la noción de que aún falta mucho para la fecha de entrega. Nos olvidamos del asunto, a sabiendas de que el calendario es nuestro amigo y aliado. Llega el día en que ya hay que poner manos a la obra. Falta algo. No nos sentimos entusiasmados. Optamos por dejar todo para un día en el que estemos totalmente concentrados. El reloj avanza. Para calmar la ansiedad, nos entregamos a Twitter, Facebook, Instagram, Snapchat, Youtube. La tarea se asoma por la periferia de nuestra visión, pero nos atrincheramos en la negación. Redoblamos nuestra presencia en las redes sociales, nos atascamos de videos de gatitos, pero ya sin goce, pues el placer se torna en impotencia cuando somos incapaces de abandonarlo. Se llega a un punto de inflexión. Comenzamos a trabajar. Las ideas saltan claras y precisas. Todo fluye. Si se corre con suerte, esta explosión bastará para concluir el proyecto a tiempo y salvar la dignidad profesional; si los astros no se alinean, la energía inicial será insuficiente y entregaremos un trabajo mediocre que dañará, una vez más, nuestra cuestionable reputación.
¿Por qué nos sometemos a este ritual una y otra vez? Amén de los inescrutables resortes internos que activan nuestro deseo autodestructivo, quizá sea porque tendemos a justificar a la procrastinación como una postura existencial. Algunos lo explican bajo el argumento del perfeccionismo: dejan lo que deben de hacer para más adelante ante la ansiedad que les genera no estar a la altura de sus criterios elevados de excelencia. Otros estudios manifiestan que es simplemente un sinónimo de cansancio vital: nada me entusiasma, ¿para qué molestarse? Una persona depresiva es por definición un individuo improductivo. Sin embargo, la mayoría de los procrastinadores no son personas tristes; por el contrario, muchos se distraen con una vitalidad envidiable. Otra teoría es que la procrastinación es reflejo de nuestro deseo de eternidad; es decir, pensar que siempre hay un mañana para hacer las cosas evidencia una desaforada esperanza de vida ajena a la conciencia de que tarde o temprano todos morimos.
Existe otra razón para explicar la procrastinación: el impulso de la diversión inmediata es más potente que el bienestar de largo plazo. ¿Por qué sacrificar los pequeños pero vivaces estímulos que nos dan placer en el momento por la idea de asegurar una precaria estabilidad en el largo plazo? Cuando las reglas básicas de supervivencia eran comida, lucha, huida y reproducción, los individuos no pensaban en procrastinar porque lo urgente era lo importante; hoy, por el contrario, el concepto de lo urgente es una arena movediza y cambiante. Sabemos qué es importante, ¿pero es urgente? La verdad, no mucho.