La única realeza posible en este mundo es la celebridad. Ser famoso por una alta exposición mediática equivale hoy a adquirir un estatus social que antes sólo era posible mediante la prosapia o el abolengo. Quizá ser famoso por 15 minutos no sea tan difícil, pero trascender la fama evanescente y convertirse en un icono es una tarea que raya en lo sobrenatural. La estrella que perdura es una figura ajena a las leyes humanas, un dios que vivirá por siempre en la omnipresente imaginería pop. Amén de talento y carisma, la celebridad aspirante a ese estatus requiere de generar una genuina conexión emotiva. Es probable que pequemos de optimismo y celebridades como Kim Kardashian logren perpetuarse como ídolos sin otro talento que la celebridad misma, pero lo cierto es que el panteón de la inmortalidad aún parece estar reservado para individuos con aptitudes artísticas. Elvis Presley, John Lennon y Michael Jackson eran estrellas de enormes virtudes. No es gratuito que sus muertes, misteriosas todas, hayan sido material constante de alucinantes teorías que aseveran que aún viven, y que sus fallecimientos fueron, en el mejor de los casos, pantomimas ideadas por ellos mismos para vivir en paz, o en el peor, montajes diseñados por la CIA u otras fuerzas oscuras. Frente a este contexto, resulta aún más curiosa la teoría que argumenta que el otrora Beatle, el muy vivo Paul McCartney, en realidad murió en 1966 a causa de un accidente automovilístico. La supuesta evidencia de la muerte de McCartney se compone de indicios hallados entre muchos de los discos de los Beatles, los cuales han sido interpretados como si hubiesen sido deliberadamente colocados por ellos mismos para ser armados como un gigantesco rompecabezas que, una vez configurado, revela el deceso del verdadero Paul. El impostor de McCartney responde al nombre de William Campbell, quien fue seleccionado con la aprobación de los otros tres Beatles. En 1971, motivado por la amargura que sentía por Paul tras la separación, John Lennon escribió en How do you sleep? que “esos freaks estaban en lo correcto cuando dijeron que estabas muerto”. En el universo de los conspiracionistas, Lennon obtuvo la revancha perfecta sobre McCartney: a él lo visualizan vivo, a Paul, en cambio, lo imaginan muerto. Se podría argumentar, desde luego, que McCartney está más vivo que nunca. Como sabe todo melómano, el exbeatle se presentará el próximo 28 de octubre en Ciudad de México. McCartney brindará un concierto en el Estadio Azteca como parte de su gira One on One Tour. Desde su primera visita en 1993, “Sir Paul” ha tocado 10 veces en México, incluida una presentación en el Zócalo de la capital en la que convocó a más de 250 mil personas. Los precios, como era de esperarse, son de infarto: 12 mil pesos en la codiciada sección A y entre 450 y 1480 pesos en las secciones más altas (donde lo único que se ve es una pantalla y el sonido llega con un par de segundos de retraso). ¿Pero qué tan viva está la persona que se presentará en el Azteca? Asistir a un concierto de Paul en 2017 es una experiencia similar a visitar las pirámides de Egipto. El asistente promedio, sea “millennial” o un venerable señor de 50 años, va a tomarse una selfie, pero no a buscar epifanías. Esa es, digamos, la mayor parte de la audiencia que acude al evento. Ese público bien podría ver a la banda del Liverpool Pub y no notaría la diferencia. Existen otros, sin embargo, que seguramente estallarán en lágrimas al ver cómo su ídolo canta las piezas que les han acompañado toda su vida. Ellos son la razón por la que vale la pena ir: observarlos es mucho más emotivo que la actuación en sí de Paul, quien, como sabemos, bien podría ser un impostor condenado a ser una rocola viviente en sus últimos años de existencia.