Canoa, filme dirigido por Felipe Cazals en 1975, cuenta la historia real de la masacre acontecida el 14 de septiembre de 1968 en San Miguel Canoa, donde fueron linchados cinco empleados de la Universidad Autónoma de Puebla bajo el argumento de que eran estudiantes comunistas que pretendían colocar una bandera rojinegra en la iglesia del pueblo. Armados con machetes, los residentes de la localidad -situada a 12 kilómetros de Puebla- agredieron salvajemente a los trabajadores, quienes cometieron el error de pedir albergue ante la lluvia que les impedía cumplir con el verdadero propósito de su visita: escalar el volcán La Malinche, ubicado a unos cuantos minutos del lugar.
Durante los primeros 20 minutos del filme, Cazals describe en tono cuasidocumental -narrador a cámara incluido (Salvador Sánchez)- la realidad de San Miguel Canoa: pobreza, carencia de recursos (la gente toma pulque en lugar de agua) y, sobre todo, aislamiento, mucho aislamiento. El contexto es explotado por el cura del lugar, un cacique que en contubernio con las autoridades estatales ha instalado un sistema de cuotas que regula el acceso a servicios básicos. El sacerdote, interpretado con carisma diabólico por Enrique Lucero, sabe que el miedo es la base de su poder, por lo que les hace creer a sus feligreses que están en la mira de enemigos externos que pretenden destruir la iglesia, instalar el comunismo y “llevarse a sus hijos”. El caos estalla a la llegada de los trabajadores universitarios. Azuzada por consignas difundidas a través de un sistema de altavoces instalados en las partes centrales del pueblo -y que en días normales funciona para difundir mensajes de la municipalidad-, la población procede a masacrar a los visitantes.
En días recientes, los medios de comunicación reportaron cruentos linchamientos en dos estados de México: uno en Hidalgo, donde murieron una mujer y un hombre, y otro en Puebla, en el que dos campesinos perdieron la vida. En ambos casos los afectados fueron acusados injustificadamente por los pobladores de querer robarse a sus hijos. Este miedo fue magnificado por varias cuentas de redes sociales, donde han proliferado rumores en torno a bandas de “robachicos” que supuestamente tienen asolada a la mitad del país. Las autoridades aclararon posteriormente que estas alertas eran falsas. Al parecer, las bocinas de Canoa han sido sustituidas por Facebook, Twitter y WhatsApp. La tecnología no emancipó a estos individuos; por el contrario, extrapoló su temor y les permitió presumir su violencia asesina (un habitante incluso transmitió “en vivo” la quema de las víctimas).
Johnny Guitar (1954), cinta dirigida por Nicholas Ray, narra la historia ficticia de Vienna (Joan Crawford), una mujer vista con desconfianza por un pueblo aterrado ante el arribo de la modernidad (simbolizada en la próxima construcción de una estación de tren). Vienna es dueña de un casino que se vería beneficiado por la llegada del dinero de los viajeros, lo que le gana la antipatía de los pobladores, quienes la incriminan en un robo e intentan lincharla. A la mitad de la cinta, Johnny Guitar, un pistolero enamorado de Vienna, advierte: “La turba no es gente. He cabalgado con ellos, y he cabalgado contra ellos. Una turba se mueve y piensa como un animal”. Con aplomo, la protagonista revira: “Son hombres con dedos nerviosos y un rollo de soga con el que buscan colgar a alguien. Tras cabalgar unas horas no les importa a quién colgar. No me has dicho nada que yo no sepa”. Algo similar se podría argumentar frente a lo sucedido en Puebla e Hidalgo. Quizá podamos sentirnos horrorizados por los linchamientos, pero ya no podemos fingir sorpresa ante la crueldad extrema provocada por la ignorancia y el pánico de algunos de nuestros compatriotas. No realmente.