El presidente estadounidense Donald Trump retiró en días pasados a su país del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, lo que representa una ruptura con los aliados internacionales que eventualmente podrían aislar a la potencia en los esfuerzos globales por detener, literalmente, el fin de la vida como la conocemos. El principal argumento de Trump para retirarse fue que el acuerdo va en contra de la generación de empleos y el desarrollo empresarial de su país. “Mi trabajo es representar el interés de los ciudadanos de Pittsburgh, y no de París”, declaró Trump. De manera casi tradicional, un amplio sector de la opinión pública tiende a imaginar a la clase empresarial de orbe como un club maléfico que promueve la explotación, el daño ecológico, la falta de inclusión y el sexismo, entre otras cosas. Esta visión le va como anillo al dedo a un villano de pantomima como Trump, quien ata en su discurso el bienestar de ese club demoniaco con el de la clase trabajadora. El presidente imagina el progreso de Estados Unidos como una “utopía regresiva”, donde el poderío económico es sinónimo de una industria boyante urgida de millones de obreros y máquinas en constante operación, como si viviéramos a mediados del siglo pasado y no en la segunda década del siglo XXI. Nada más alejado de la verdad. Las compañías enfrentan tres clases de riesgos a causa del cambio climático: el primero, y más evidente, es el impacto físico. Cada vez es más frecuente encontrar análisis de riesgo que contemplan pérdida de infraestructura y pérdida de capacidad operativa a causa de que ocurran desastres naturales en zonas donde antes era impensable que sucedieran. El costo de no actuar frente al cambio climático tarde o temprano se traducirá en la pérdida de activos. El segundo son los litigios y el peligro jurídico. Muchas empresas creen que pueden diferir la sustentabilidad de sus operaciones mediante trampas o tecnicismos, sin reparar que tarde o temprano deberán de cumplir con la ley, la cual está sujeta a una creciente presión de estandarización internacional. El tercer riesgo es el llamado “daño a la reputación”. El reclamo constante de “stakeholders” puede generar un costo indeseable para una marca en términos de imagen. Si la entendemos en su acepción más amplia, la globalización es un proceso de creciente interdependencia, producto del avance tecnológico, que orilla a los distintos países del mundo, así como a sus organizaciones y ciudadanos, a establecer como base de viabilidad y convivencia una serie de valores compartidos en los planos económico, político, social y cultural. Ninguna marca global quiere estar asociada con el daño al planeta. ¿Vale la pena saltarse lineamientos de sustentabilidad y ética si el precio a pagar es la destrucción de la marca? Para Trump, la globalización es una pesadilla que nunca debió haber sucedido. ¿Tiene algún sentido esta visión para las empresas? Desde luego que no: así sea por mero pragmatismo, las empresas también están obligadas a actuar frente al cambio climático. Es por esto que no sorprende el creciente distanciamiento entre los empresarios estadounidenses y el actual mandatario. No sólo de empresas consideradas como vanguardistas en términos culturales o tecnológicos -Disney, Apple, Tesla-, sino incluso de corporaciones cuya fuente de ingresos está relacionada con contaminantes, como Exxon y Ford. Los corporativos que operan a escala global no pueden ya operar en función de la agenda política de los gobernantes de su país de origen. La “utopía regresiva” de Trump está condenada al fracaso ante el avance globalizador de las organizaciones de su propia nación. Esperemos, por el bienestar del planeta, que esta derrota se cristalice más temprano que tarde.