Hace apenas un par de décadas, el rito favorito de toda publicación interesada en la música pop consistía en enumerar a finales de diciembre los mejores discos del año. Más que una tradición, la confección de este top era una obligación religiosa. La práctica no sólo servía para crear un canon informal, sino que funcionaba como un ritual colectivo de pertenencia: los discos referenciados eran, en buena medida, los vasos comunicantes que unían a una comunidad interesada en la música popular, independientemente de la tribu específica a la que se perteneciera. Hoy, en cambio, la elaboración del top musical que determine cuáles fueron los discos del año es un ejercicio que no entusiasma ni al melómano más recalcitrante. Las listas se siguen publicando, pero sin generar atención ni debate. La misma idea del álbum se antoja anticuada. Las demandas del streaming, constreñidas a un contrato tácito de inmediatez entre el artista desesperado por conectar y el escucha urgido de un bombardeo constante, orillan al músico a privilegiar al hit por encima de la propuesta expansiva conformada por varias canciones. La disputa por la atención de la audiencia es tan encarnizada que incluso un sencillo ahora debe albergar a tres o cuatro artistas para captar la atención del potencial escucha (basta revisar el Billboard para descubrir que algunas canciones contienen más colaboraciones y alianzas que una cinta de The Avengers). En este universo tan fragmentado y evanescente, ¿quién podría seguir preocupado en detectar al “disco del año”? Ante esto resulta casi milagroso cuando un artista logra crear un álbum que capture la atención de todos, así sea por un momento, como lo han hecho Kendrick Lamar (DAMN) o, en meses recientes, Rosalía (El mal querer). En el campo del cine, las listas anuales parecen gozar de mejor salud, sobre todo porque marcan el inicio de la temporada invernal de reconocimientos, incluidos, desde luego, los Premios Oscar. El Oscar dista de ser una acreditación de valor cinematográfico, pero funciona como un termómetro para medir el grado de poder que detentan los jugadores de la industria (estudios, directores, actores), así como las tendencias culturales y políticas que sigue Hollywood en ese momento. Son una celebración de Hollywood y su glamour en el imaginario colectivo mundial; un ritual necesario para el marketing cultural de la industria. El problema, sin embargo, es que los Premios Oscar han dejado de ser una celebración. O, mejor dicho, el Hollywood glamuroso que intentan celebrar simplemente ya no existe. Marcada por un clima donde la expresión de cualquier idea es un acto potencialmente controversial, la ceremonia de este año ni siquiera fue capaz de convocar a un anfitrión. Todos los comediantes propuestos fueron impugnados por ser “demasiado polémicos”. La ausencia de conductor redundó en que múltiples celebridades presentaran los premios, lo que evidenció que la caballada está flaca: casi ya no hay estrellas de carisma incuestionable en Hollywood, sólo quedan superhéroes y botargas (realidad que explica el intento infructuoso de crear una categoría que premiara a “la cinta más popular” del año). Los ratings apuntan que este año la transmisión experimentó una leve mejoría en audiencia respecto a 2018; los números, como sea, están lejos de ser alentadores: pese a los ajustes de formato y un recorte en el tiempo de transmisión, la ceremonia de 2019 fue la segunda menos vista en la historia de los premios. Las nuevas generaciones no conectan con el Oscar porque viven en una realidad donde la idea de Hollywood como máquina de sueños ha dejado de ser relevante. En ese sentido, quizá el Oscar sufra un destino similar a los premios Grammy. Los premios Grammy siguen, claro, pero ¿usted recuerda cual fue el álbum del año? Yo tampoco.