Graduación, filme del director rumano Cristian Mungiu, cuenta la historia de Romeo Aldea, un médico de 49 años que ha centrado su vida en la aspiración de que Eliza, su hija única de 18 años, consiga una beca para estudiar en Inglaterra y así pueda abandonar la localidad de Transilvania en la que habita, donde las oportunidades y la movilidad social brillan por su ausencia. Eliza es una estudiante brillante y cuenta con una oportunidad real de conseguir la beca; sin embargo, justo en el día previo al primer examen final, la adolescente sufre un violento intento de violación que afecta su desempeño. Romeo, desesperado, buscará que su hija consiga la beca por cualquier medio necesario. El filme de Mungiu, actualmente en cartelera, retrata a un país degradado donde la corrupción funciona, por un lado, como un lubricante que permite sortear absurdos burocráticos y conseguir estándares mínimos de vida, pero también constituye la barrera más sólida para promover un cambio genuino que conduzca hacia el desarrollo. Filmada con inmediatez y el ya característico estilo de cámara en mano de Mungiu, pero planificada de manera casi milimétrica en su penar por los grises espacios del pueblo rumano, la película desdobla una atmósfera ominosa e inquietante, más cercana al horror existencial que al naturalismo. ¿Es Romeo un individuo sin alternativas o el beneficiario de un sistema podrido donde sólo se puede avanzar mediante favores? ¿Ambas? Mungiu, como era de esperarse, no ofrece respuestas sencillas. El filme de Mungiu resulta particularmente relevante para nuestro país, donde todos reconocen el daño económico y social del problema, pero tal y como ha quedado evidenciado en los sabotajes enfrentados por el fallido Sistema Nacional Anticorrupción, nadie quiere luchar para resolverlo. Y es que como bien describe Mario Amparo Casar en Anatomía de la corrupción (IMCO, 2015-2017), la enfermedad no es exclusiva de políticos y funcionarios. Casi todas las transacciones que realizamos están infectadas por el virus. Se encuentra en el pago de servicios supuestamente gratuitos como la recolección de basura, en la asignación por herencia de una plaza vacante que debiera ser concursada, en la ocupación privada de un espacio público a cambio de una renta mensual, en la obtención de una comisión por canalizar recursos a un municipio, en el tributo electoral cobrado a los trabajadores de una dependencia, en la asignación de un proyecto de infraestructura que debió ser licitado, en la entrega de información confidencial para ganar una subasta, en la exoneración de la entrega de impuestos que fueron retenidos, o, como sucede en Graduación, en asignarle una calificación superior a un alumno que, por las razones que sean, no la obtuvo en un examen . De acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad Regulatoria e Impacto Gubernamental en Empresas (ENCRIGE), realizada por INEGI, lanzar una empresa en México es prácticamente imposible sin incurrir en una corruptela. Las 34,681 empresas encuestadas estiman que perdieron 1,600 millones de pesos durante 2016 por actos de corrupción, mientras que un 82.2% de ese grupo considera que los actos de corrupción son una práctica frecuente entre los funcionarios. El 64% asegura que los actos de corrupción más comunes son los relacionados a la agilización de trámites. Los otros dos principales motivos son la evasión de multas y la obtención de licencias. La corrupción se ha normalizado; lo disfuncional es ser honesto. No es una cuestión de cultura, sino de comodidad: varios tomadores de decisiones creen que es más sencillo avanzar por la espiral descendente en la que nos encontramos que intentar una solución. Es una actitud suicida que pronto les explotará en la cara.