La ola de escándalos de corrupción corporativa que han sacudido al mundo en días recientes, y que han involucrado una operación que se extiende a través de varios países y sectores, ha reavivado el escepticismo ante el concepto de Responsabilidad Social Empresarial (RSE). ¿Realmente es posible que las grandes empresas se comprometan con la responsabilidad social o estamos condenados a que sea un discurso mercadotécnico que se agota en el mero lavado de imagen?
Lamentablemente, la mayoría de las empresas aún piensa que la RSE se limita a donar dinero para una fundación, conseguir el distintivo del Centro Mexicano para la Filantropía (Cemefi), obtener el visto bueno de Great Place to Work, ahorrar energía o aparecer con un cheque en el Teletón. Todas estas acciones, por loables que sean, no significan nada mientras las instituciones no asuman que la RSE debe ser parte integral de su esquema de toma de decisiones. La única manera de garantizarlo es interiorizándola como lo que es: una cultura de gestión orientada a conectar directamente a la organización con el desarrollo de la sociedad a través del bienestar de sus miembros, el respeto al medio ambiente, una relación productiva con su comunidad, y en especial, ética en la toma de decisiones. El grueso de las compañías despliega prácticas aisladas en los primeros tres campos a la vez que tienden a cerrar cualquier posibilidad de escrutinio en el cuarto.
Los consumidores son cada vez más demandantes. La discordancia entre el mundo de fantasía creado por la ligereza con la que se ostentan los distintivos y la realidad percibida por la opinión pública plantea un riesgo peligroso: desvirtuar la conveniencia de ser socialmente responsable y descalificar todo esfuerzo de RSE como una acción de relaciones públicas. Tal descrédito podría avivar una postura que aún existe entre algunos empresarios conservadores, quienes visualizan a la RSE como un mero precepto ético consistente en “portarse bien” frente a la sociedad, o como “buenos deseos” ajenos a la rentabilidad y la generación de valor. Craso error: más allá de una sencilla lógica virtuosa –no hay empresa triunfante sin sociedad exitosa-, invertir en RSE equivale a comprometerse con esfuerzos que tarde o temprano nos serán redituables económicamente (fortalece la imagen y lealtad de marca, sintoniza a la organización con el proceso globalizador, atrae talento, entre otras virtudes).
No importa qué tanto inviertan las empresas en sus fundaciones, o la cantidad de dinero que destinen a programas de beneficencia, si una empresa no es transparente en todos sus procesos, el consumidor terminará por cobrarle la factura de su opacidad. Quizá algunas compañías puedan pagar ese costo y sobrevivir en el corto y mediano plazos, pero cuesta trabajo pensar en una marca capaz de subsistir en el largo plazo con una mala reputación. A veces el pesimismo nos confunde. Cierto: los numerosos escándalos corporativos son una gigantesca causa de preocupación, pero no se pondera que la opinión pública no se hubiera ocupado esos desaseos sin las crecientes demandas de transparencia por parte de la sociedad. Es por eso que debemos colocar a la RSE como un tema central en el debate empresarial, alejándola de discursos cursis y distintivos fatuos, y acercarla, en la medida de lo posible, a una rigurosidad sistemática. De lo contrario, existe un peligro. Como ya hemos comenzado a ver en algunos países, el libre mercado podría enfrentar severas trabas en el futuro frente a una populista que, si bien equivocada, nace de un reclamo legítimo: la falta de transparencia de un libre mercado sin contrapesos y mecanismos de transparencia. Se trata, en síntesis, de salvar al capitalismo de los capitalistas.