En meses recientes, más allá de los temas coyunturales que suelen poblar la agenda nacional, una buena parte del debate público se ha centrado en analizar si el modelo económico seguido por México ha consistido efectivamente en la adopción de una política de libre mercado (satanizada bajo el nombre de neoliberalismo), o, por el contrario, en una dinámica de “capitalismo de cuates” orientada a privilegiar una oligarquía enemiga de la sana competencia.
De manera inevitable, la discusión tiende a derivar en el contraste entre las instituciones públicas y el sector privado. El ala identificada con la izquierda suele desestimar al sector privado como fuente de desarrollo y bienestar; el ala derecha, en contraparte, critica la ineficiencia del andamiaje burocrático y la falta de estímulos que fomenten una verdadera meritocracia. Salvo algunas notables excepciones, los empresarios de alto perfil suelen mostrar cierta esquizofrenia cuando discuten este punto (o, como reza el refrán, tienden a reparar en la paja del ojo ajeno sin ver la viga en el propio). Me explico. Nadie duda del rol fundamental que el sector privado debe jugar en el desarrollo del país, no obstante, no son pocas las empresas mexicanas que tienden a sobredimensionar su propia efectividad organizacional. En el discurso, casi todos nuestros líderes empresariales comparten la opinión de que vivimos en una era del conocimiento que premia el talento, por lo que predican en reuniones y congresos que una organización prospera mientras más talento se desarrolle en su interior; en la práctica, sin embargo, los directores distinguen más la lealtad y los vínculos afectivos. No es extraño encontrarse con declaraciones de hombres de negocios que critican el nepotismo y corrupción que lamentablemente han caracterizado al sector púbico por varios lustros, ¿pero cuántas veces nos hemos topado con reflexiones autocríticas que aboguen por una mayor transparencia empresarial y la adopción de prácticas de gobierno corporativo? El problema radica en que algunos círculos se empeñan en concebir a la empresa como un mero vehículo para generar estatus e ingresos personales, y no como una institución comprometida con la generación de bienestar y riqueza.
Una organización que desea ser socialmente responsable debe adoptar políticas puntuales que permitan analizar el horizonte de crecimiento laboral de sus integrantes, así como las habilidades y conocimientos que estos requieren para incrementar sus posibilidades de movilidad interna. No se trata de darle una oportunidad a todos, sino de recompensar a los que cuentan con el talento y la energía para aportar valor. Esta transparencia no sólo es deseable por sus objetivos éticos, sino que también resulta imprescindible para generar una mayor rentabilidad. La idea es que la empresa perdure y trascienda en el tiempo, y no sea una mera herencia que pase de una generación a otra como un conjunto de activos decadentes que tarde o temprano serán puestos a remate. No es una cuestión de ser “buenos”; se trata de mero sentido común: sin empresas exitosas, no puede haber país exitoso.
Una empresa trasciende cuando construye “sociedades de admiración mutua” con directrices que incentiven a los más calificados. Esta es la esencia del verdadero capitalismo: un sistema donde se aspire a que todos tengan las mismas oportunidades de competir, sin monopolios, unidades cerradas y antimercados que asfixien la libertad económica. En México, más que construir admiración, terminamos muchas veces con “sociedades de decepción mutua”. Si no es por ética, que sea por pragmatismo, pero urge un mayor nivel de congruencia entre lo que se dice y lo que se practica.