Octavio Paz, poeta y ensayista mexicano, publicó El ogro filantrópico en 1978, texto donde reflexionaba sobre el binomio compuesto por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el gobierno emanado de éste. En aras de clarificar el análisis, Paz utilizó la figura alegórica de un ogro filantrópico: un monstruo de carácter autoritario que teje una red de clientelismos, regalos y donaciones paternalistas con el fin de ganarse una y otra vez la aprobación popular. Ante el poder omnímodo del aparato estatal populista, cuyo punto más alto en México se dio en la administración de Luis Echeverría Álvarez, nadie se cuestionaba si el sector privado debía ejercer más influencia en el cuidado del bienestar social. El Estado, a fin de cuentas, se encargaría de proveer todo gracias a una regulación excesiva y una alta recaudación. El ogro filantrópico era la peor pesadilla de los liberales, quienes creían que, gracias al desarrollo de la libre empresa, florecería la sociedad civil y, simultáneamente, la función del Estado se reduciría a la de simple supervisor de la evolución espontánea de la humanidad. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX, esta divergencia de pensamiento encontró un amplio campo de batalla en la visión que ambos bandos detentaban de la Responsabilidad Social Empresarial (RSE). En mayor o menor medida, los liberales tendían a apegarse a la visión expresada por el economista Milton Friedman en su libro Capitalism and Freedom: “La empresa no tiene más que una responsabilidad y sólo una: utilizar sus recursos y energía en actividades tendientes a incrementar sus utilidades, a condición de que observe las reglas del juego. La corporación es un instrumento de los accionistas que la poseen. Si la corporación decide hacer una contribución que no sea en función de incrementar las utilidades, evita que el accionista disponga libremente de la utilización de sus fondos”. Los estatistas, por el contrario, sostenían que la empresa debería estar regulada y plenamente conectada al desarrollo social planificado por el Estado, al margen de accionistas e inversores. A 40 años de distancia, las cosas han cambiado sustancialmente: son pocos ya los que discuten que la legitimidad de una corporación -su licencia misma para operar al interior de la sociedad globalizada-, no se reduce al éxito en la creación de riqueza de los accionistas, sino también abarca su habilidad para estar a la altura de las expectativas de sus diversos constituyentes (los famosos “stakeholders”). Por otro lado, incluso la izquierda más recalcitrante está dispuesta a aceptar que es imposible ir en contra del libre mercado y que el exceso de regulación se traduce en obsolescencia y baja productividad. No obstante, el debate respecto a cómo el Estado debe encontrar nuevas formas de colaboración con el sector privado que se traduzcan en un mayor bienestar seguirán más vigentes que nunca en 2018: ¿Hasta dónde deben llegar las empresas en materia de ayuda social y cómo debe el Estado ayudarles en esos esfuerzos? ¿Se puede confiar en que las empresas son capaces de colaborar en el diseño de políticas públicas, en especial en temas como desigualdad e iniquidad? ¿Qué tanto debe avanzar las empresas en materia de transparencia y combate a malas prácticas? Las respuestas a estas preguntas deberían formar parte de las campañas electorales de 2018. A fin de cuentas, un punto clave para decidir quién será el próximo presidente debería ser el rol que considera debe jugar el sector privado en el desarrollo del país. Sabemos lo que los empresarios desean del gobierno, pero ¿qué tanto conocemos sobre la concepción de nuestros líderes políticos del papel que debe jugar la comunidad empresarial en su proyecto de nación? Es hora de saber más.