El informante, la película de 1999 dirigida por Michael Mann posee una secuencia con la que todo ejecutivo podría sentirse identificado. Lowell Bergman (Pacino), productor ejecutivo del programa periodístico 60 minutos, se encuentra en una encrucijada: abandonar CBS a manera de protesta contra un acto de censura hacia su programa, lo que implicaría perder un alto sueldo y todas las ventajas de ser el líder de uno de los programas noticiosos icónicos de Estados Unidos, o aceptar los lineamientos de su televisora y no transmitir un reportaje que devela cómo las tabacaleras manipulan químicamente los cigarros para tornarlos más adictivos. El dilema, más allá del conflicto moral, es de dimensiones universales: Bergman sabe que su poder se debe en buena medida a que los demás sepan que él es el productor de 60 minutos; es decir, está plenamente consciente de que a quien le contestan el teléfono es al líder del programa de TV, y no a Lowell Bergman. Una vez fuera de 60 minutos, va a ser un periodista más -con credibilidad, cierto-, pero obligado a construir algo nuevo y más pequeño. El miedo es entendible: pocas cosas más complicadas que abandonar un papel predominante en el juego corporativo para asumir una aventura emprendedora. Por más gratificante que sea construir algo propio, o lo exitoso que pueda ser el emprendimiento, siempre habrá un momento de duda similar al experimentado por Bergman: ¿me contestarán el teléfono? Es una disyuntiva clásica: construir una carrera en empresas ya establecidas o crear la compañía soñada. En la entrega pasada, nos preguntábamos, más allá de la estabilidad que brinda una sólida remuneración económica, “qué buscamos cuando buscamos empleo”. El dilema tiende a presentarse como un conflicto similar al del protagonista de una telenovela que enfrenta la decisión de casarse para cumplir con las condiciones del testamento y recibir una herencia, o, por el contrario, seguir los lineamientos del corazón y enfrentar la amenaza de la pobreza. La idea romántica del emprendedor -el que opta por seguir el sueño independiente- es la de un personaje que combina talentos abstractos como la innovación con habilidades muy concretas de ejecución administrativa. Es, nos dicen, un ser tenaz que tiende a imaginarse incompatible con una compañía fundada por un tercero, puesto que su institucionalización implicaría ir contra la misma esencia que lo torna especial. También existen aquellos que se autodenominan como intrapreneurs: agentes internos de cambio en los corporativos. Los libros de Management nos dicen que no cualquier compañía puede absorber a estos intrapreneurs, pero aquellas que están dispuestas a intentarlo se verán recompensadas con una estructura más adecuada para competir en “la era del conocimiento” (o sea, hoy). Esta idea romántica del intrapreneur (que no es otra cosa más que un asalariado glorificado) ha generado una cultura que ha exagerado a niveles delirantes el margen de maniobra con el que cuenta un ejecutivo en un contexto organizacional común y corriente. En México, lo cierto es que lejos de buscar el sueño emprendedor o ingresar a grandes compañías, los recién egresados se refugian aún en los negocios de sus familias, sean formales o informales: algunos analistas calculan que cerca de la mitad de la población ocupada del país trabaja al lado o para individuos con los que comparte un vínculo sanguíneo. No hay nada seguro: ni el rumbo del intrapreneur corporativo, ni el emprendimiento, ni el negocio familiar. Si la dificultad va a ser la norma, ¿por qué no arriesgarse a escoger el camino que deseamos y no el que ilusamente consideramos como el más seguro? A final de cuentas, como solía decir Steve Jobs, tarde o temprano todos vamos a morir.