Pese a lo que muchos creen, la corrupción no brota ni se consolida por razones genéticas o relacionadas con el determinismo geográfico: prolifera, eso sí, por motivos ligados a la pobreza y el autoritarismo, en sociedades donde el estado de derecho, la democracia y la inclusión económica aún no están plenamente consolidados. Existen, por tanto, naciones con defensas en extremo resistentes, y otras, menos afortunadas, con sistemas inmunológicos más susceptibles de ser contagiados.
El mal no es exclusivo de políticos y funcionarios. En Latinoamérica, casi todas las transacciones que realizamos están contaminadas por el flagelo, sean en los sectores público o privado. La corrupción es un obstáculo sustancial para el crecimiento, pues no sólo implica un uso perverso de fondos que bien podrían destinarse a áreas como la salud y educación, sino que contribuye a crear un ambiente de incertidumbre e impunidad que ahuyenta la inversión. La relación entre la corrupción y el desarrollo recuerda al uróboros, el símbolo de la antigua Grecia que muestra a una serpiente que se muerde su propia cola: la corrupción es producto de la falta de desarrollo, y la falta de desarrollo, a su vez, es fruto de la corrupción.
En años recientes, América Latina ha registrado adelantos significativos en este rubro. Las investigaciones en torno al caso Odebrecht, por nombrar el ejemplo más conspicuo, han derivado en sanciones a funcionarios y hombres de negocios en Brasil, Ecuador y Perú. Asimismo, Chile, Bahamas, Jamaica y Guatemala han mejorado sustancialmente su marco legal en aras de limitar los conflictos de interés en el sector público y consolidar la creación de organismos independientes anticorrupción.
Falta mucho camino por recorrer. De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2017, informe elaborado por Transparencia Internacional que clasifica a los países/territorios según las percepciones de expertos y ejecutivos de empresas sobre el grado de corrupción que existe en el sector público, la región continúa con bajos puntajes. El esfuerzo debe ser progresivo y constante. La batalla no se ganará con medidas espectaculares basadas en una coyuntura específica, ni con saltos cuánticos realizados de un día para otro, sino con la implementación sostenida de medidas que, en conjunto, construyan un andamiaje donde los sectores público y privado estén obligados a relacionarse con transparencia y probidad.
Las organizaciones deben librar la batalla diversos frentes: sea en el perfeccionamiento de los denominados procesos de compliance (cumplimiento o conformidad) que verifican que cumplen con el estado de derecho vigente y despliegan mecanismos de control y transparencia, así como con los reglamentos y protocolos internacionales; sea en los relacionados con los mecanismos de gobernanza orientados a regular la transparencia interna de cada uno de los departamentos que conforma la empresa, o en técnicas de detección de malas prácticas financieras, como el lavado de dinero proveniente del crimen organizado.
En los siglos XVIII y XIX, el epicentro de los movimientos socioculturales era la iglesia; en el siglo XX, el eje fue el Estado-Nación; en el XXI, para bien o para mal, resulta imposible concebir cualquier cambio significativo sin el sector privado. Por tanto, la adopción de un enfoque integral que aspire a obliterar la corrupción debe ser una responsabilidad compartida entre el sector público, el privado y la sociedad civil. Quizá no exista una vacuna que elimine la corrupción, pero tampoco existe una razón determinante por la que nuestra región no pueda generar los anticuerpos suficientes para combatirla y, así, garantizar el óptimo desarrollo de nuestras empresas. Demagogias aparte, es la única manera de vencer al monstruo.