Cada vez que escucho la palabra “rey”, pienso en Los imperdonables, el western de Clint Eastwood que este mes cumple 25 años de haberse estrenado. En un diálogo engañosamente tangencial a los acontecimientos centrales, English Bob, un sicario pomposo del viejo continente interpretado por Richard Harris, sostiene una teoría provocadora a propósito del asesinato del presidente James Garfield en 1881: “Si usted tratara de dispararle a un rey, el aura de realeza evitaría que usted acertara. ¿Pero un presidente? Por favor, ¿por qué no matar a un presidente?”. Más adelante, Harris es expulsado del pueblo. English Bob, un delincuente de segunda disfrazado de pistolero elegante, no puede creer que haya sido derrotado los nuevos americanos. “Ojalá caiga una plaga sobre ustedes -sentencia English Bob-. Apestosos, sin moral ni leyes. Inglaterra no los quiere. Son unos salvajes, eso es lo que son, ¡unos malditos salvajes!”. El error del personaje interpretado por Harris: pensar que el garbo es un manto protector que durará por siempre. El poder que emana de la realeza está depositado en símbolos, no en personas. Algunos exhiben potencial de grandeza en algún momento, pero tarde o temprano la mayoría cae presa de las bajas pasiones inmanentes a su impunidad relativa. Al igual que los reyes que respeta, English Bob se cree superior al resto. La realidad termina por ponerlo en su lugar. Otra imagen que me viene a la mente cuando pienso en la realeza es la de Mel Brooks en La loca historia del mundo (1981). En el pasaje más hilarante de la película, Brooks interpreta a Luis XVI, el rey francés que fuera llevado a la guillotina por su pueblo a finales del siglo XVIII. El Luis XVI de Brooks es un monstruo caricaturesco que acosa a las mujeres del palacio y goza particularmente con la humillación del “chico de los orines”, un sirviente que sostiene una cubeta que le permite orinar al monarca sin moverse de su lugar. “¡Es bueno ser el rey!”, sostiene Brooks cada vez que suelta una meada. En la actualidad, la función práctica de la realeza es la de ser un ornamento que recuerda un pasado imperial glorioso aún presente en el orgullo nacionalista de países como Inglaterra o España. Nada más. Todo esto viene a colación por una propuesta que el comediante Jimmy Kimmel realizara hace unos días en su talk show, transmitido por la cadena ABC. Kimmel propuso que el pueblo estadounidense nombrara a Donald Trump como su rey, lo que permitiría mudarlo de la Casa Blanca a un palacio donde podría pretender que es el soberano del mundo, pero sin ninguna clase de poder real. Y es que como lo evidencia su gusto por las construcciones palaciegas y su obsesión por el dorado, más que considerarse presidente, Trump se sueña rey. En 2013, Miles Scott, un niño de San Francisco enfermo de leucemia, pidió como deseo a la Make a Wish Foundation ser Batman por un día. Más de 11,000 voluntarios colaboraron para hacerle creer al niño que era Batman mientras paseaba por la ciudad disfrazado del hombre murciélago. En Horace and Pete, la serie creada y estelarizada por Louis C.K. sobre la vida de los dueños y visitantes habituales de un bar neoyorquino, uno de los clientes sostiene que Trump es como una versión maligna y aumentada del Batkid de San Francisco: un loco delirante que se concibe como el mejor presidente de la historia gracias a la complicidad de un electorado que decidió impulsar una aventura infantil y megalomaniaca. Si Trump fuera rey, no sorprendería que demandara la presencia de un sirviente similar al “chico de los orines”; es decir, la atención de un pobre diablo que esté ahí sólo para sostener la cubeta mientras orina y dice sandeces. El lado positivo de este escenario: nadie estaría obligado a hacerle caso.