De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, un porrista es una persona entusiasta que, con un pompón en cada mano, anima a su equipo y a los espectadores con cantos y movimientos gimnásticos. El porrista también es un hincha que apoya de manera incondicional a su equipo, sea desde la tribuna, a través de gritos y aplausos, o en reuniones y eventos, donde defiende con pasión e intensidad las virtudes de su camiseta. Un porrista no tiene injerencia alguna en el gran esquema de las cosas; si sus porras contribuyen o no al mejor desempeño de su equipo, no es relevante: el animador es una escandalosa caja de resonancia cuya eficiencia es juzgada por la cantidad de ruido que hace. De hecho, como sabe cualquier aficionado a los deportes, existen muy malos equipos con excelentes porristas, lo que no forzosamente significa que sean individuos de presencia memorable. El porrista, por definición, es una persona gris, sin rostro, cuyos gritos de apoyo a veces se confunden en medio de otros gritos, provenientes de porras antagónicas y más escandalosas. Tampoco hay que minusvalorarlo, aunque no requiere talento para la operación ni capacidad de mando, la labor de porrista no es sencilla: se requiere ser optimista y gritón todo el tiempo. En México contamos con grandes porristas; nuestro país goza de un superávit de políticos envalentonados que lanzan discursos motivacionales y ganadores, pero que cuando hay que traducir las palabras en acción, simplemente optan por emitir más porras y gritos. La dinámica se torna más intensa ante la tragedia. Nobleza obliga: todo gran líder, provenga de los sectores público o privado, está obligado a ser empático. La inspiración emotiva es esencial para crear el estado mental requerido para buscar vida entre los escombros y acumular la fuerza necesaria para sepultar a los muertos y seguir adelante. El problema es cuando esta inspiración se transforma en una porra nociva y condescendiente que le hace creer a la población que se ha levantado cuando sigue tirada en el piso. Así como nos gusta creernos el mejor público del mundo en los recitales y juegos de futbol, nos encanta soñarnos como seres de corazón único e inquebrantable. Peor aún, confundimos espanto con toma de conciencia. De los llamados de varios políticos a no escuchar críticas a las palabras vacías de los artistas que desfilaron por el concierto “Estamos Unidos Mexicanos”, sin olvidar el fenómeno de marketing en el que se ha convertido la imagen de la perra “Frida” (cualquier día de estos le adjudican su primer milagro y la nominan para Santa), un amplio sector de la ciudadanía está convencido de que este sismo ha transformado de manera irreversible al país; como si los problemas que enfrentábamos antes hubieran sido demonios ahora exorcizados de una vez y para siempre por el sismo. Es un pensamiento mágico, casi religioso. La cruda está a la vuelta de la esquina. Ya muchos comienzan a decir que “nos ha durado muy poco la solidaridad” y hemos vuelto a “ser los de antes”, por lo que nos invitan a echar más porras y a “mantener la unidad”. ¿Qué significa “mantener la unidad” cuando estamos a punto de entrar a un periodo electoral? No lo sé, pero cuando las palabras vienen de un funcionario, seguramente nada bueno. ¿Qué hacer frente a esta lógica? Quizá la respuesta la tenga Thomas Szasz, el polémico siquiatra húngaro que definía a la herejía como “el acto de insistir en que dos más dos son cuatro cuando lo apropiado, lo patriótico, lo profesional, es decir que son cinco”. En estos momentos, sobra decir, el país podría usar más herejes como los descritos por Szasz, y menos porristas vacuos como los que conforman nuestra clase política.