Todos los fans de Mad Men, la serie creada por Matthew Weiner, conocen la historia. Estamos en 1960. Don Draper, el publicista estrella de Sterling Cooper, se encuentra en una reunión con ejecutivos de Kodak, quienes le han pedido ideas para bautizar su nuevo producto: un aparato capaz de proyectar a gran tamaño las imágenes capturadas en negativos que giran gracias a una rueda motorizada. Los clientes insisten que este dispositivo es altamente innovador, y que por ende su promoción debe estar atada a una campaña asociada con conceptos como “progreso” y “futuro”. Draper tiene otra idea:
La tecnología es un anzuelo resplandeciente, pero el público puede quedar atrapado en un nivel más allá del brillo. Mi primer trabajo fue en un negocio de pieles con un viejo “copy” de publicidad, un griego llamado Teddy. Me expresó que, en efecto, la idea principal de la publicidad era promover “lo novedoso”. Crea una comezón, y la compra del producto es una loción que elimina la necesidad de rascarse. Teddy también me dijo que se podía crear un lazo más profundo a través de una emoción más delicada, pero mucho más potente: la nostalgia. Teddy me explico que “nostalgia” en griego significa “dolor proveniente de una vieja herida”. Es un aguijonazo en tu corazón, mucho más poderoso que la simple memoria.
Draper explica que el invento de Kodak no es una nave espacial, sino una “máquina del tiempo” que nos hace recordar los momentos y lugares donde alguna vez fuimos felices, con la entrega e inocencia que experimenta un niño al ir a una feria. Don bautiza al producto como “El carrusel”, término que también le da nombre al capítulo.
Con frecuencia tendemos a concebir la infancia como un estado perpetuo de energía e inocencia; un estadio carente de malicia donde el temor a la derrota no existe, por lo que todo es mejora y aprendizaje. Para corroborar esto basta con ver cómo la cultura de los superhéroes se ha infiltrado en el universo adulto. Ir al cine en verano, por ejemplo, equivale a observar a filas de cuarentones disfrazados como Batman o Thor en las salas. El hombre de 2017 no se olvida de sus juguetes, sino que juega con los monitos con los que se divirtió de niño.
La idealización de la infancia es atractiva porque nos permite pensar en el infante que fuimos con cariño y ternura; nos ayuda a situarnos bajo una lógica benigna en la que, por mal que hayan salido las cosas después, alguna vez fuimos entrañables. ¿Pero qué tan sano es romantizar la infancia? ¿En verdad ser un niño equivale a ser bueno y noble?
En el cuento La pradera (The Veldt, 1950), Ray Bradbury imaginó un mundo donde los niños juegan en habitaciones que permiten cristalizar todo lo que sucede en sus mentes. Al principio, Peter y Wendy, los niños consentidos del relato, imaginan escenarios mágicos en los que juegan sin restricciones. Las cosas se complican cuando sus padres comienzan a demandarles que no descuiden sus obligaciones en aras de pasar más tiempo jugando en la habitación. Peter y Wendy dejan de proyectar universos amigables y se concentran en materializar una pradera selvática repleta de depredadores hambrientos. La razón: el deseo cada vez menos velado de asesinar a sus padres.
El hecho de que los niños tengan los mismos nombres que los protagonistas de Peter Pan, de J.M. Barrie, revela el discurso del relato. La niñez perpetua no redunda en aventuras inspiradoras en la dimensión del “nunca jamás”, sino en un egoísmo irresponsable que a la larga deriva en tragedia. Peter Pan no es un personaje admirable. Lo más probable es que, al igual que tu hijo o el niño de la esquina, sea un pequeño emperador que demanda atención total. Aún hay esperanza: tarde o temprano, todos tenemos que crecer.