Buenos muchachos (Goodfellas, 1990), película dirigida por Martin Scorsese, cuenta la historia de Henry Hill (Ray Liotta), un personaje basado en la vida real que desde niño deseaba ser un gánster. La cinta sigue la vida de Hill desde que era un ladronzuelo adolescente hasta su consagración como mafioso en la banda de Micky Conway (Robert De Niro), su decadencia, arresto y retiro como ciudadano común bajo el manto del programa de protección a testigos. La primera vez que vi Buenos Muchachos fue en el desaparecido Cine Latino, en el contexto de la XXIII Muestra Internacional de Cineteca. Si bien el ritmo cocainómano impreso por Scorsese me hizo sentir genuinamente drogado, me negaba a aceptar que la caída del matrimonio Hill fuera a causa de Lois Byrd, la niñera del “sombrero de la suerte”, cuyo verdadero trabajo era transportar la droga que cocinaba Henry. Indolente, holgazán y con perpetua cara de disgusto, Byrd detona el desastre cuando utiliza el teléfono doméstico, no el público, para intercambiar información sobre una futura transacción. El resultado: el arresto de toda la familia. Hill le indica en varias ocasiones que use el teléfono público, pero Byrd se niega a obedecer. La última vez que la vemos esboza un gesto que se pasea entre el “yo no fui”, “ya ni pedo” y “¡qué pinche oso!” Mi mente adolescente consideró que el guion había tomado un atajo tramposo para simplificar los eventos. “¿Cómo es posible que Scorsese dibuje una salida tan fácil con alguien tan idiota?”. A casi tres décadas de distancia, y tras haber visto múltiples versiones de Lois Byrd a lo largo de mi vida, acepto que el idiota era yo: no hay personaje más recurrente en las tragedias de la historia de la humanidad que esa niñera. Perdón, Martin. Todo esto viene a cuento por A Highly Specific, Defiantly Incomplete History of the Early 21st Century y But What If We´re Wrong?, las colecciones de textos más recientes de Chuck Klosterman. El autor aborda en ambos libros cómo nuestra percepción de la cultura popular experimenta cambios significativos a través del tiempo. “Le damos un valor excesivo a la certeza”, sostiene Klosterman. Tomemos como ejemplo la división antagónica entre el punk y la música disco. En 1977 se lanzaron Saturday Night Fever, la banda sonora compuesta por los Bee Gees, y Never Mind the Bollocks, de The Sex Pistols. El disco de los Bee Gees ha vendido más de 45 millones de copias; a Never Mind the Bollocks, por otro lado, le tomó más de una década convertirse en platino. Hasta hace apenas unos años, casi todos los críticos habrían apuntado que la naturaleza transgresora del punk era más significativa que la frivolidad de la música disco, amén del éxito popular de los Bee Gees. Hoy, sin embargo, el consenso es que el disco ayudó a que la homosexualidad y diversos aspectos liberadores de la cultura urbana pudieran penetrar en el llamado mainstream. El argumento consistente en que el punk es más auténtico que el disco es, de hecho, un tanto risible. Quizá hoy lo razonable sea sostener que la música disco fue más importante que el punk. La nostalgia, sabemos, es una trampa. Basta observar una vieja foto donde aparezca alguien a quien quisimos mucho. Incluso si nos rompió el corazón, lo primero que vendrá a nuestra mente son imágenes de los buenos ratos que pasamos con esa persona, pero difícilmente vamos a ser capaces de recordar quién era ella en verdad. El diálogo con el cine, en cambio, es un proceso que permite repensar de manera constante nuestra relación con la realidad. Con frecuencia sostenemos que una película mejora o envejece bien cuando la volvemos a ver varios años después. Es una mentira: las películas siempre fueron grandes, nosotros éramos los pequeños. @mauroforever