En el clásico Nobrow: the culture of marketing, the marketing of culture (2001), el analista John Seabrook plantea que las generaciones nacidas en las últimas décadas del siglo XX fueron las primeras en dejar de percibir con claridad la diferencia entre “alta cultura” (highbrow) y “baja cultura” (lowbrow). La manera en la que los ciudadanos finiseculares entendieron la cultura como un fenómeno pop avasallador y omnipresente redundó en que concibieran la realidad como un neutro nobrow, donde lo sofisticado y lo popular se mezclaban para crear un solo flujo o mainstream. Esta nueva dimensión estaba íntimamente relacionada con un cambio socioeconómico: las élites burguesas culturales, ésas de apellidos de abolengo y asociadas a la “alta cultura”, estaban en proceso de ser eliminadas por una serie de nuevas élites sin prosapia y tradición, pero con más dinero y vitalidad. Por la posmodernidad, pues. En el mundo nobrow, el valor absoluto es la celebridad, la cual se calibra en función de la exposición mediática. El camino al éxito mediático no se recorre a fuerza de mera voluntad; la suerte y la fortuna influyen, y mucho. Por más que lo intenten, no todos pueden tener sus 15 minutos de fama. La oferta múltiple de contenidos y el dominio de las redes sociales han complicado las cosas. La fragmentación del mainstream en diversas tribus ha tornado más difícil la hazaña de ser una celebridad conocida por todos. Es por eso que el concepto del reality show se ha popularizado tanto en el siglo XXI: crea la falsa sensación de que cualquiera puede acceder al mundo del estrellato, siempre y cuando esté dispuesto a exhibir sus limitaciones o miserias. Esa dinámica se da en casi todo el planeta; México, sin embargo, ha alcanzado grados de pintoresquismo inéditos gracias a los hermanos Santiago y Rubén Galindo, productores de Bailando por un sueño, quienes han llevado las cosas a extremos difíciles de ignorar. Transmitido por primera vez en 2005, la dinámica de Bailando por un sueño es sencilla: tras una serie de castings, la producción recluta a un conjunto de “soñadores” para que, ayudados cada uno por una luminaria de Televisa, logren ganar una “emotiva e intensa competencia de baile” y cuenten con la oportunidad de realizar “su más profundo anhelo”. A contracorriente de, digamos, La Voz, el sueño no consiste en ser famoso; en el universo de los Galindo, el valor absoluto no es la celebridad, sino el escape de lo jodido. No basta con estar desempleado o carecer de dinero, no, aquí la precariedad debe ir acompañada de una situación límite que le inyecte un exasperante dramatismo al embrete: una madre cuyo cáncer podría ser erradicado con una costosa operación, un hermano discapacitado en imperiosa necesidad de una prótesis, en fin, mientras más crítico sea el problema, mejor. Por lo general, en las narrativas televisivas mexicanas la movilidad social sólo es factible si se descubre que el pobre en cuestión es en realidad el hijo bastardo de un rico (Los ricos también lloran), ganándose la lotería (El premio mayor), o de manera más reciente, uniéndose al narco (El señor de los cielos o La reina del sur). Bajo este contexto, la contribución de los Galindo, quienes estrenan la nueva temporada de Bailando por un sueño en unos días, no es menor, ya que han encontrado otra alternativa: es probable que el participante no deje de estar jodido, pero como consecuencia de la intervención divina de las “estrellas” quizá pueda conseguir la anhelada operación para el familiar cercano u otro objetivo de innegable nobleza (una academia de baile para honrar la memoria del abuelo, por ejemplo). O, ya de menos, la gloriosa satisfacción de bailar a dúo con Norma Salinas o Sergio Goyri. A fin de cuentas, soñar no cuesta nada. ¡A bailar!