1.
Recientemente, en El País, Joseph Stiglitz trajo a cuento el debate sobre el fin de la historia, como si ésta tuviera un fin, es decir, un punto de llegada a una “tierra prometida”.
Nada parece más ilusorio. Tanto George Freeman en Los próximos cien años como Robert Fossaert en El siglo XXI mostraron cuán vacuo puede ser el buscar un devenir inevitable. En 1900, cuando la ciencia y la producción prometían el progreso sin fin, pocos advirtieron que tres lustros después el mundo estaría inmerso en una de las más grandes guerras internacionales, en la que por vez primera murieron millones y cayeron imperios otrora poderosos.
2.
Más aún, tras el final de la Gran Guerra en 1918, nadie auguraba la más grande recesión mundial tan pronto como en 1929, tremenda crisis del capitalismo rampante que llevaría a la humanidad a una segunda conflagración aniquilante e inimaginable con horrores como el Holocausto, el terror nuclear y el surgimiento de un mundo bipolar, el del capitalismo frente al comunismo, que daría paso a otra confrontación inimaginable, la Guerra Fría, que no del todo ha terminado aún, pues tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, y el colapso de la URSS, en 1991, otro gigante comunista, la República Popular China, desafía al orden liberal prevaleciente tras la Segunda Guerra Mundial.
3.
No ha habido una “guerra que termine con todas las guerras”; ha habido sistemas políticos, productivos y de pensamiento en conflicto. Y, por supuesto, no hay ni se percibe una conclusión de la historia, siendo impredecible el devenir humano. Anticipar lo que podría pasar más allá de diez años en el horizonte requeriría prever lo inesperado, cuestión que ya se ha visto, es poco menos que imposible. Ya en los noventa, Norberto Bobbio propuso releer a los clásicos de la Ilustración, a Hobbes, a Locke, a Smith, a Rousseau y Montesquieu, lo mismo que a Descartes, Voltaire, Balzac, Lavoisier, Pascal, Leibniz y tantos otros pensadores que hicieron del XVIII el siglo de la razón y de las luces. Su propuesta era forjar un neocontractualismo social que nos devolviera el horizonte extraviado de libertades, justicia y democracia.
4.
Hoy, Stiglitz propone volver a renacer para imaginar un mejor futuro. Quizá bastara no ser deterministas y analizar lo acontecido con las luces y la razón que se proponen. Ello implicaría reconocer que desde entonces ha habido grandes avances y la Humanidad ha cambiado, tanto que ha cambiado también el mundo en que vivimos. Hay amenazas en el horizonte y también hay soluciones en el camino que habrán de requerir lo mejor que, como humanidad, seamos capaces de hacer, sin pensar en recetas únicas o infalibles.
5.
Podemos revisar los sistemas escandinavos, por ejemplo, en donde existen regímenes que si pensáramos diseñarlos no se nos ocurrirían. Son monarquías constitucionales, con gobiernos parlamentarios, predominancia socialdemócrata, sistemas de bienestar social eficaces y economías competitivas de mercado; es decir, libertades, justicia y democracias funcionales, cotidianas y consolidadas. El camino no fue fácil, obedeció a su circunstancia, pero sobresale el sentido común, la rendición de cuentas y la solidaridad social, que hace que muchos aporten fiscalmente al bienestar común. Sí, los impuestos son altos, de los más altos del mundo rondando el 60% del ingreso, a cambio de un Estado eficaz, justo, democrático y transparente que le retorna al ciudadano sus impuestos en excelentes servicios y acceso equitativo a las oportunidades. Los escandinavos supieron hacer su camino, como a los demás nos corresponde hacer el nuestro sosteniendo el ideal inconmensurable del Estado justo en la libertad, la justicia, la democracia y la búsqueda del bienestar general. ¿Acaso es necesario partir de cero para pensar en un nuevo Renacimiento?