1.
El mundo arde otra vez, registrando en diversas regiones temperaturas superiores a los 40 °C e incendios catastróficos que consumen miles de hectáreas de bosques y destruyen viviendas o asentamientos a su paso. De poco han servido las voces de expertos, organizaciones y civiles para anticipar el cambio climático y prevenir sus efectos. Durante años se han documentado los gigantescos incendios en la Amazonia, en Australia, países de África o California al igual que los tremendos huracanes, ciclones o tifones en las costas del Pacífico, el Caribe, Golfo de México o el Atlántico. Tales eventos extremos son el síntoma evidente de una preocupación mayor: el clima está cambiando y con él, los patrones ambientales e hídricos de extensas regiones del planeta.
2.
En 2015, mediante los Acuerdos de París, los países se comprometieron a reducir las emisiones de bióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero como el metano o el bióxido de azufre, aún más perniciosos al retener mayor cantidad de calor en la atmósfera, para que la temperatura global no excediera un incremento de 1.5 °C hacia mediados del siglo. Claro, se dirá, se estaba en condiciones prepandemia y los países aún podían establecer compromisos amplios y hasta altruistas, donde los más ricos podrían canalizar hasta 100 mil millones de dólares anuales a los más vulnerables y con menos recursos para mitigar o remediar los efectos. Es que el patrón de desarrollo mundial basado en la extracción masiva de recursos para alimentar el consumo humano en niveles insostenibles, propicia la desigualdad y la injusticia, pues las naciones más desarrolladas se benefician asimétricamente cosechando los beneficios, en tanto que los demás países reciben directamente los impactos del desequilibrio climático. La riqueza se concentra, en tanto que la pobreza, el hambre y las catástrofes asolan al planeta.
3.
Hay quienes piensan que la mayor frecuencia e intensidad de los fenómenos climáticos no constituyen hechos aislados, sino que están mostrando cómo los mecanismos globales de regulación del clima se están dislocando, lo que pondría en un punto sin retorno los actuales equilibrios en la atmósfera, los océanos, ríos, tierras habitables y regiones polares. La Tierra, ciertamente, tiene su propia lógica y eventualmente sería un periodo más en su evolución, sin embargo, el impacto en la forma y lugares en que vivimos habrá de ser determinante (Oppehheimer, Michel, Climate change’s dangerous next phase, 2020).
4.
Las altas temperaturas e incendios en Europa y California, al igual que la sequía extrema en el norte de México están interconectados conforme la temperatura global del planeta se incrementa. El agua escasea ya en extensas regiones agrícolas pero también en el área metropolitana de Monterrey, en la región de Los Ángeles o la cuenca del río Colorado. No se trata sólo de errores de planeación o de cuidado del agua, sino que simplemente no llueve conforme a los patrones habituales.
5.
Para colmo, con la pandemia primero y la invasión rusa a Ucrania después, la confianza y la cooperación internacionales, imprescindibles para realizar las grandes tareas necesarias, han languidecido no sólo por falta de recursos sino sobre todo, por la inmediatez de las crisis sanitaria y de seguridad actuales. La pandemia de Covid-19 no ha concluido a pesar de existir vacunas y tratamientos médicos asequibles afectando el equilibrio Norte-Sur, en tanto que la guerra rusa rompió el entendimiento Este-Oeste y a la par que los efectos militaristas de una nueva guerra fría, amaga con provocar una recesión autoinfligida por las sanciones y bloqueos a energéticos y alimentos rusos y ucranianos. Aún no es tan tarde. La confluencia de tales crisis habrá de requerir grandes remedios. Este año será muy difícil y en el lindero de lo impensable, pero urge volver pronto al diálogo y a las soluciones.