1.
La democracia suele ser siempre frágil. La volatilidad política, económica y social la someten a prueba a cada instante y su estabilidad y permanencia depende en mucho de la eficacia con la que responda a los problemas públicos, la mayoría de los cuales no tienen soluciones instantáneas. De ahí la recurrencia al autoritarismo para plantear vías rápidas y resultados providenciales, interpelando el fervor popular por liderazgos fuertes y carismáticos frente a aquellos considerados débiles o titubeantes, si bien legales o legítimos.
2.
El célebre politólogo Juan Linz, en su análisis sobre la quiebra de las democracias, revela cómo el desarreglo institucional y el conflicto político irreductible diluyen los amarres democráticos, como sucedió con la República de Weimar en Alemania y la Segunda República Española. En ambos casos, las instituciones representativas mostraban las fisuras del desacuerdo y la falta de eficacia para resolver cuestiones relevantes en la economía y la sociedad, en donde campeaban los extremos y la intolerancia. Tras el ascenso del autoritarismo con Hitler y Franco, estas democracias simplemente dejaron de existir.
3.
No obstante, en esa epopeya de las democracias contra el totalitarismo en la Segunda Guerra Mundial, la democracia persistió porque, decía Winston Churchill, puede no ser el mejor de los regímenes políticos, pero resulta indispensable para gobernar, construir consensos y legitimar las decisiones por duras y difíciles que sean. Ese es el sentido de su irónica frase, “la democracia no deja de ser el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”. La democracia deviene entonces en un régimen institucional para elegir gobierno y construir consensos en una sociedad abierta, libre y con reglas y derechos humanos respaldados en la Constitución. El conflicto se procesa en cauces institucionales y existen pesos y contrapesos para asegurar el ejercicio responsable del poder, limitado por la duración temporal de los cargos, el escrutinio público y la renovación periódica de los mismos en elecciones competitivas, libres y justas.
4.
Con frecuencia, suelen proponerse vías rápidas y atajos, en demérito de las libertades y derechos humanos. Desde esta perspectiva, las democracias resienten embates y el desdén de los ciudadanos enojados por los complejos problemas contemporáneos. Latinobarómetro registra en promedio en América Latina un 60 % de insatisfacción ciudadana con la democracia frente a sólo 30 % de confianza y estudios como el realizado por The Economist muestran el avance del autoritarismo en el mundo, con sólo 21 países considerados como democracias plenas, 53 democracias imperfectas o en riesgo, 34 regímenes híbridos, México incluido, y… 59 regímenes autoritarios. Tal pareciera entonces que la democracia funcional fuera una rareza. Afortunadamente, no lo es. El ex presidente Barack Obama expuso recientemente en Grecia que ante los desafíos globales, las instituciones democráticas en Estados Unidos y el resto del mundo se han vuelto inestables, han sido sometidas al límite de la Constitución y enfrentan riesgos inéditos.
5.
Es claro, concluye Obama, que una democracia funcional y sostenible desfallece con altos niveles de pobreza y desigualdad, caldo de cultivo para cualquier liderazgo autoritario. No obstante, la democracia es promesa de prosperidad sostenible con libertades, estado de Derecho y justicia social. Afortunadamente, la democracia también suele deparar sorpresas, mostrando resiliencia no sólo en desafíos constitucionales al estilo Donald Trump, sino con resultados libres y competitivos en polémicas elecciones como las realizadas en Colombia o Brasil, las más recientes en Grecia y Guatemala o algunas próximas en España, Ecuador, México, Estados Unidos y hasta en Rusia. Al votar, los ciudadanos eligen gobierno y rumbo y optan por la democracia en sus variantes, pero votar libre e informadamente es lo que cuenta.
