La discusión sobre la Reforma Judicial podría sintetizarse de la siguiente manera: por un lado, el oficialismo, sabedor de su poder, se rehúsa a dar garantías de pericia técnica, independencia e imparcialidad en la función jurisdiccional; por el otro, los inconformes, ante la ausencia de diálogo, buscan frenar la reforma a través de medidas cautelares dictadas en los juicios de amparo iniciados para impugnar la reforma. A su vez, estas suspensiones han sido deliberadamente incumplidas por las autoridades y, en consecuencia, la nueva estructura de impartición de justicia se construirá, paradójicamente, sobre la base del desprecio consciente al Estado de Derecho. Con ello, la confianza de los inversionistas en el Estado Mexicano comienza a escurrirse como agua entre las manos.
El problema es de legitimidad del sistema. Una legitimidad que nada tiene que ver con la supermayoría… y el régimen lo sabe. De ahí los recientes esfuerzos para quitarse de encima, normativamente, las suspensiones emitidas y el espectro de desacato que ensucia nuestra imagen en la comunidad internacional. Tan solo la semana pasada, se dictaminó una iniciativa que hace expreso en el texto constitucional que no es posible impugnar reformas o adiciones a la Constitución (parece que el régimen ha advertido que la inatacabilidad de reformas constitucionales prevista en la Ley de Amparo viola el artículo 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos, y por eso busca evitar que sea inaplicada) y que prevé en su régimen transitorio que los juicios en trámite (como los iniciados contra la Reforma Judicial) habrán de resolverse considerando esa inimpugnabilidad (esto es, que habrán de sobreseerse y, con ello dejarán de surtir efectos las suspensiones emitidas). Incluso, en un esfuerzo paralelo, el Senado “autorizó” que se incumpla la suspensión que ordena bajar del sitio web del Diario Oficial de la Federación la publicación de la Reforma Judicial.
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El tema con este tipo de “estrategias legales” es que solo profundizan el problema de legitimidad que pretenden atajar. No estamos frente a meros cambios constitucionales o autorizaciones que regulan conductas futuras, sino frente a disposiciones ex post facto que cambian las reglas del juego para atender enredos de forma retroactiva. En otras palabras, se construyen, a toro pasado, sistemas legales que pretenden (sin éxito alguno) limpiar y dotar de legitimidad conductas previas que se realizaron en la ilegalidad. El círculo vicioso y sus efectos en la credibilidad no pueden ser más palmarios.
Esto pone en evidencia que la aplanadora es insuficiente para transitar el meollo en el que nos encontramos. Se necesita algo más. Y, en la medida en la que no es intención del régimen seguir las reglas del juego en este asunto, ese algo más solo puede encontrarse en la política. Me refiero al diálogo y a la negociación que se emprenden con propios y extraños para alcanzar una solución que responda, no a las mezquindades de la politiquería (inspiradas en el odio, el resentimiento y la venganza), sino al mejor interés del país.
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¿Qué garantías de independencia podrían concederse a los juzgadores dado el texto de la Reforma Judicial, que sean idóneas para atender el nerviosismo empresarial y, simultáneamente, suficientes para que los actores involucrados sientan que es innecesario continuar impulsando los medios de control constitucional? Realmente no veo la desventaja de sentarse a discutirlo, a menos que el ego y los orgullos sean los responsables del deadlock.
* Esta columna se hace en colaboración con María José Fernández Núñez