Sextorsión

16 de Mayo de 2025

J. S Zolliker
J. S Zolliker

Sextorsión

js zolliker

Me llamo Mateo y mi vida se terminó. Ya no hay vuelta de hoja.

Acabo de hablar con uno de mis mejores amigos, pero estoy seguro de que, en unos minutos, me volaré los sesos. Para salvar mi reputación y para evitarme el horror y el impudor que le espera a mi familia.

Poca gente lo sabe, pero la reputación lo es todo en mis círculos sociales. Mi padre siempre me ha dicho: “No nos avergüences; puedes ser un buen ejemplo en lugar de una pésima referencia…"

Todo comenzó hace un par de semanas. Salí a una reconocida discoteca en la ciudad —con identificación falsa, por supuesto—, y ahí recibí una solicitud de chat de una chava guapísima. Primero me contactó por Snapchat, y luego cambiamos a Instagram porque yo quería ver su perfil real y tratar de adivinar quién era (no todos los días te liga una chica un poco mayor que tú, en el mismo antro, y que claramente sientes que está fuera de todas tus posibilidades).


PUEDES LEER: Lo que yo viví

En fin, resultó que hicimos buena conexión, que tuvimos buena química. Chateamos por un buen rato esa noche, y al día siguiente cuando estaba en la escuela, y en las noches días siguientes, y hasta en las madrugadas. Me contó sobre sus sueños, lo que quiere de la vida, lo difícil que es la escuela, estar en tal o cual grupo, los problemas con sus papás (se asemejan mucho a lo que yo experimento), y la presión social.

Luego comenzamos a hablar de la fiesta, de lo bien que la pasamos, de lo que teníamos en común, de restaurantes y sitios conocidos, algunas drogas que habíamos probado, conciertos de música, lo que encontrábamos sexy y… el sexo.

Hicimos un pacto: nadie podía saber lo que habíamos consumido que fuera ilegal. Para sellar el trato, ella me mandó primero una imagen de sus boobies. No lo voy a negar: me enamoré por su vulnerabilidad. Me pidió una foto en intercambio. No sabía qué mandarle a cambio de un flasheazo así, entonces le mandé una foto mía, sin playera, en mi recámara.


PUEDES LEER: El químico

No sabría cómo describir la evolución. Todo sucedió muy rápido, pero pronto me encontré intercambiando con ella fotos sumamente comprometedoras. Era una especie de reto: ella comenzaba, y luego yo le seguía. Desde aparentar que bebía (porque en realidad no tomé nada), hasta fumar un churrito o darle a los chocongos. Hasta que llegó el tema del sexo online, una foto tras otra.

Me mandó una imagen —con todo y cara—, acostada sobre su cama, semidesnuda y tocándose. Me negué, pero me presionó a tal grado, con otras fotos más provocativas, que terminé por responderle en consonancia.

Por la mañana, camino a mi escuela, me marcó por teléfono. La voz, esta vez, era de hombre. Norteño. Tosco y agresivo. Me dijo que los del cártel tenían todos mis datos: los de mis padres, de mi escuela y hasta de mis redes sociales. Que si no les depositaba tres mil quinientos pesos a la semana, iban a publicar mis videos y fotos hasta en el pizarrón de anuncios del club de tenis, donde mi mamá toma clases una vez a la semana.


PUEDES LEER: Desde México con amor X

Obvio, rascando en mis ahorros, robándole a mi padre de la cartera y hasta del mandado de la casa, logré reunir la cantidad una vez. La segunda, no pude.

A los días, me pusieron un tag en la cuenta de una chava con cinco followers, avisando lo que venía. Cada día, las insistencias eran peores.

¿Y si mi hermanita de ocho años veía lo que hice? ¿Qué imagen tendría de mí?

¿Y en la escuela? ¿Y mis abuelos? No. No. No.

Le pedí ayuda a uno de mis mejores amigos, y ni juntos llegamos a esa cantidad de dinero.

No seré yo quien destruya la reputación de toda mi gente. Mi vida ya se terminó.

Sígueme en @zolliker