Las noticias de los últimos días me han recordado Boston Legal, una serie que estuvo de moda entre 2004 y 2008. En ella, el personaje central es Alan Shore, un abogado que decidió no ser socio de la firma, sino enfocarse en ejercer la práctica a plenitud, sin distracciones asociadas a temas administrativos. Con todo y sus defectos de carácter, Alan Shore es presentado como el arquetipo de quien actúa a partir de los dictados de su consciencia.
En los primeros capítulos de la temporada 2, toma el caso de “la viuda negra”, una mujer acusada de asesinar a su marido. Ningún testigo la vio cometer el delito; sin embargo, el jurado y el público están convencidos de su culpabilidad por su frialdad al atender a la policía, porque se habría casado por dinero y tenía un amante con el que se veía en su propia casa y, en definitiva, porque les parecía materialista y antipática.
Lo relevante para efectos de esta columna es el concepto de shadenfreude que utiliza Alan Shore en el argumento de clausura. En él, explica que la palabra alemana proviene de las nociones de “daño” y “gozo”; en otras palabras, que expresa la malévola alegría que es experimentada por los infortunios de otros. Explica que solemos desdeñar este concepto como un simple aspecto feo de la naturaleza humana, pero que es mucho más que eso: un fenómeno fisiológico que se detona al ver que otros caen, en el que se liberan sustancias en el estriado dorsal del cerebro, causando placer. Refiere que las noticias de ese caso ponen en evidencia la deliciosa alegría que causa al público y a los medios la situación de la acusada. No hay duda de que todos quieren que la viuda negra reciba su merecido por la vida que ha llevado, pero le muestra al jurado que el juicio se trata de evidencia, no de schadenfreude.
El caso del Fofo Márquez nos invita a hacer una reflexión sobre este concepto. Tenemos un niño rico que, para muchos, es altamente antipático por su actitud altanera y clasista en redes sociales (medios dan cuenta de que hacía alarde de posesiones, guardaespaldas y parejas, y de que se consideraba intocable). Un muchacho que, el 22 de febrero del año pasado, apareció en un video propinando una golpiza a una señora por un accidente de tránsito. Esta semana fue declarado culpable de tentativa de feminicidio y se le condenó a 17 años y 6 meses de prisión.
Las redes sociales y las noticias ponen en evidencia la alegría social de que haya tenido “su merecido” y de que le hayan “quitado la sonrisa de la cara”. Sin embargo, como sociedad, creo que cometemos el error de confundir la gimnasia con la magnesia, y ese error es, a la postre, uno con consecuencias sociales gravísimas por abrir la puerta a la arbitrariedad.
Podemos discutir en un plano personal y social acerca de la moralidad del personaje. Aquí cabe todo: si nos agrada o no el sujeto, si es o no una buena persona, si tiene o no defectos de carácter, si fue bien educado o no, si debiese tener seguidores o no, si debe ser bienvenido socialmente o no, etcétera. Sin embargo, esta discusión no debe confundirse con la discusión legal asociada a su proceso penal.
En un juicio que podría privarte de la libertad por años, lo relevante no es si creemos que el sujeto merece escarnio público, sino si los hechos están probados más allá de duda razonable, por un lado, y si esos hechos encuadran en el delito previsto en el código penal. Así pues, en la discusión del caso legal, lo que debiésemos estar preguntando con toda seriedad es ¿por qué tentativa de feminicidio y no lesiones? ¿está debidamente justificada la causa ajena al agresor que impidió la consumación de la intención? ¿es proporcional la pena a la luz del principio de reinserción que informa el sistema penal mexicano? ¿está cumpliendo el Estado con sus deberes de protección de una víctima que se siente en peligro? ¿está debidamente cuantificada la reparación del daño a la víctima? ¿qué consecuencias hay para custodios que golpean y humillan al sentenciado para disciplinarlo?
Contaminar e, incluso, obviar la discusión legal a partir de la discusión moral y social, es abrir la puerta a que el día de mañana cualquiera (sí, ¡cualquiera!) pueda ser condenado a una pena mayor que la legalmente merecida por los rasgos desagradables de su carácter. ¿Te gustaría vivir en un lugar así? Omitir las preguntas legales porque al malo de la película se le dio su merecido no es más que schadenfreude.
*Esta columna fue hecha con la colaboración de María José Fernández Núñez