México está al borde de una recesión de pronóstico reservado. La nueva estimación de crecimiento de la economía para 2025, revisada a la baja por el Banco de México, es la confirmación oficial de que vienen tiempos de vacas flacas. Por supuesto, una de las razones es externa y afecta a todo el mundo: la incontinente verborrea plagada de amenazas del presidente norteamericano Donald Trump. Pero también hay causas internas que anclan el complicado escenario económico de México.
Hace 30 años, atar el destino de la economía nacional al mercado norteamericano era una idea que funcionó porque propició un crecimiento constante, aunque sin redistribución de la riqueza, con independencia total del estado de la industria petrolera nacional. Con el libre comercio, México despetrolizó de forma exitosa su economía y la crisis crónica de Pemex dejó de ser el lastre que hundía las finanzas y economía. El modelo de integración comercial con Norteamérica fue tan exitoso que incluso los globalifóbicos más recalcitrantes de los años 90, aglutinados políticamente en el PRD y encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, lo adoptaron y lo defendieron cuando iniciaron su acceso al poder en 1997 y completaron su conquista total en 2018. Pero hace 30 años, también hay que decirlo, nadie imaginó que un proteccionista y aislacionista llegaría a la presidencia del país con mayores niveles de promoción del libre mercado.
Hoy la realidad es otra, todavía no suficientemente clara, pero por el momento, es evidente que las expectativas negativas generadas y reforzadas todos los días por Donald Trump afectan todos los proyectos de inversión que podrían mover la aguja del crecimiento mexicano.
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Trump parece el villano perfecto, pero en realidad, no todo es culpa del habitante de la Casa Blanca. Hay factores internos que hoy impiden apostar por el fortalecimiento del mercado de consumo nacional o por la diversificación del comercio internacional con Asia y Europa, una vez que Estados Unidos y Canadá han decidido excluir a México de Norteamérica con la amenaza arancelaria.
El sector privado mexicano, el mismo que le dice todos los días a Claudia Sheinbaum que está de su lado, que admira la vena con que ha manejado los ataques del vecino del norte y que promete respaldar la defensa de la soberanía, no está invirtiendo como podría hacerlo y no lo hará porque, en el fondo, desconfía del proyecto de la presidenta y también de su capacidad para quitarse de encima las cadenas y los candados que le impuso López Obrador cuando le entregó el cargo.
El hecho es simple y, al mismo tiempo, delicado. En lo que no confían los dueños del dinero es en la nueva arquitectura constitucional del Estado mexicano, impuesta por Morena sin negociación ni consensos.
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La ausencia de organismos reguladores, la desaparición real de la obligación de transparencia, la suspensión de la apertura en el sector petrolero, el retroceso normativo en el sector eléctrico y la restauración del sistema de partido ultra dominante fueron las primeras señales claras del cambio. Como si esas no fueran suficientes para provocar incertidumbre, fueron reforzadas primero con la cancelación de la ciudadanización y la colegialidad en el INE, la fácil captura del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación después y, para rematar, con la joya de la corona: una reforma judicial que elimina, en los hechos y también en el Derecho, al Poder Judicial como el tercer poder encargado de salvaguardar la legalidad y garantizar el Estado de derecho. Se le desdibujó, además, por la vía de la aprobación de una elección judicial sin sentido y que, con la complicidad del INE, ha violado hasta la propia reforma de Morena que la mandata.
Los hechos, ajenos al fenómeno Trump, tienen al sector privado nacional decidido, al menos por ahora, a no correr riesgos serios con su dinero porque no encuentra suficientes garantías de seguridad jurídica, en específico, garantías de respeto a sus propiedades y sus intereses. Si la iniciativa privada mexicana no ve garantías para correr riesgos, sería ingenuo esperar que los inversionistas extranjeros tengan confianza para traer su dinero a un país sin división de poderes, donde no se vislumbra un Poder Judicial independiente que garantice la legalidad y donde, además, la competencia partidista ya solo existe en el discurso, en un entorno contaminado, además, por el combate trumpista al libre comercio.