A la espía rusa Lydia Vasilieva le extrañó que su esposo, Gabriel Fernández, no la contactara en cuanto hubiese llegado a la oficina para la que trabaja, tal y como siempre lo ha hecho antes. Normalmente, él le manda un mensaje antes de despegar, otro en cuanto aterriza su avión, y uno más cuando llega a la oficina, a la reunión o se instala en su hotel. Así suelen hacerlo cada vez que sale de viaje de trabajo. Ella, por su parte, intentó localizarlo. Le escribió un par de mensajes de WhatsApp que confirmó que fueron recibidos y leídos, pero que no le contestó.
Como desde chica fue educada para detectar cualquier irregularidad y alertarse ante cualquier cambio de patrones, de inmediato comenzó su protocolo de control de daños: tomó un viejo portarretratos que se trajo de Rusia y que contenía la fotografía sepia de una señora que, ella decía según su entrenamiento, era su madre, cuando en realidad nunca conoció a ninguno de sus progenitores.
Con agilidad, giró la pata con bisagra de la vieja tapa trasera de madera del marco del portafotos y, con eso activó un fino mecanismo que la liberó. Pegado con cinta adhesiva a la cara interior de la madera estaba una llave de una caja de seguridad de una empresa privada de máxima seguridad y, debajo, escrito en cirílico, una dirección que apuntó en las notas de su teléfono celular: Montecito 38, Local 8, Nivel 2, Colonia Nápoles, Ciudad de México, CP 03810. Posteriormente escondió la llave en un pequeño compartimento en la espaldilla de su brasier, muy cerca de los corchetes y ganchos (así, ante un detector de metales, se pensaría que era el material del sujetador).
Desde su adiestramiento, sabía que ir a por la caja de seguridad era la medida más drástica, la de último recurso, pues contenía una nueva identidad, un boleto de avión, dos tarjetas de crédito activas, un nuevo celular y las claves de correo y contraseña para reactivar perfiles antiguos creados desde 2008 en Facebook e Instagram desde 2011, con fotografías de ella tomadas realmente esos años, pero con el nombre de su nueva identidad. Eso, y que México es un país muy cercano a Rusia en los últimos años, la tranquilizaron, pues se sabe y se siente protegida por ambos países.
Aun así, Vasilieva sabía que tenía que dar aviso a sus superiores de lo raro que era que su marido, no le escribiese o no le contestase sus mensajes, máxime que había viajado por trabajo a la ciudad de Washington D.C. Entonces, como se le instruyó tantas veces, se dirigió al Centro de Salud T-III Dr. Ángel Brioso Vasconcelos, en Benjamín Hill no. 14, Col. Condesa, propiedad del gobierno de la Ciudad de México, y solicitó una cita de vacunación para viajeros internacionales.
Cuando le dieron su turno, pidió permiso para ir a los sanitarios y le señalaron las escaleras que daban a una especie de sótano. Dentro del baño de mujeres, escribió una nota en ruso identificándose y, siguiendo las instrucciones que se había aprendido de memoria, la dobló, la introdujo en un sobre vacío de condón, se lavó las manos y salió. A su derecha estaba la puerta negra de metal que señalaba la bodega con el letrero de “fuera de servicio” y depositó el paquete en una rendija que parecía un buzón improvisado.
Posteriormente, subió a recepción, regresó su turno y se disculpó con la enfermera, arguyendo que le había venido la regla y que tendría que ir a comprar unas toallas sanitarias, por lo que volvería más tarde. Salió caminando y no habían pasado ni cinco minutos cuando recibió un mensaje por SMS de un número privado, instándola a reunirse en “El Kuchitril”, al lado del Seven Eleven. Firmaban con las iniciales de su esposo: G.F.
Continuará…