Uno de los pilares esenciales para el desarrollo de la política exterior de un país es el canciller. En el caso de México es un término breve y práctico para denominar al Secretario de Relaciones Exteriores. Este funcionario puede ser nombrado por el presidente a conveniencia política o estratégica o puede ser de carrera del Servicio Exterior Mexicano (SEM), el cual generalmente es marginado por decisión presidencial. En los últimos años los cancilleres de nombramiento político han prevalecido sobre los funcionarios de carrera, que prácticamente han sido inexistentes.
La nueva presidente Claudia Sheinbaum dio a conocer el nombre del nuevo titular de la cancillería mexicana en la persona del doctor Juan Ramón de la Fuente, ajeno al SEM de carrera, exsecretario de salud, exrector de la Universidad Nacional Autónoma de México y exrepresentante permanente de México ante la Organización de las Naciones Unidas.
El doctor de la Fuente tendrá el enorme desafío de reorientar una política exterior mexicana aislada y desprestigiada, que no alcanzó a situar a México en el lugar que le corresponde internacionalmente por su capacidad política, económica y diplomática.
Termina un periodo presidencial de dos cancilleres amalgamados por intereses ajenos a los intereses nacionales del país. En una primera etapa por un canciller, afirman analistas, encandilado por una eventual candidatura presidencial y no por la política exterior, de tal suerte que abandonó el barco anticipadamente para impulsar su candidatura presidencial, cuando sintió que la suerte y las posibilidades le jugaban en contra.
Una segunda etapa, ocupada por una titular emergente sin proyectos ni estrategias de política exterior, acotada, agradecida y leal a la ideología presidencial y no a los objetivos nacionales en el entorno internacional, lo que derivó en una trayectoria puramente administrativa y de inercia para cerrar el ciclo presidencial.
Si bien es verdad que constitucionalmente el presidente es el jefe de la política exterior, que tiene la facultad para dirigir las negociaciones diplomáticas y nombrar embajadores y cónsules generales con la aprobación de Senado, también es cierto que siempre requerirá de una cancillería y un titular con suficiente experiencia y capacidad para desahogar los asuntos internacionales.
Si bien es cierto que en un contexto vago y contradictorio de política exterior, en el cual la prepotencia presidencial tomó decisiones irracionales que condujeron a dramáticas situaciones internacionales de confrontación innecesaria con países amigos, pero ideológicamente no afines, así como, de expulsiones y designaciones de embajadores mexicanos como persona non grata, incluido el propio presidente, hasta el rompimiento de relaciones diplomáticas, también es verdad que un canciller debe contar con la suficiente habilidad, experiencia y agallas para acercarse y asesorar al presidente, conducir la ejecución de la política exterior y planearla, evaluarla y coordinarla, lo que no sucedió por temores, intereses políticos y personales y razones timoratas.
Se esperaría que el nuevo canciller realmente pueda enfocarse a los intereses nacionales en el ámbito internacional y despojarse de obsesivas ideologías como directriz de la política exterior, en un mundo ideológicamente plural y de una amplia diversidad de intereses y conflictos.
Se esperaría una reorganización del personal diplomático con funcionarios experimentados y especializados con alta prioridad al SEM de carrera, ante la improvisación prevaleciente y el excesivo nombramiento de embajadores políticos.
Se esperaría una real política exterior de Estado y no ideológica, con estrategias y proyectos diplomáticos en función del real interés nacional y no como respuesta a líderes y partidos políticos. Todo queda en las manos de la nueva presidente y el canciller nombrado, en torno a la concordia, la ética y la diplomacia.